«Cavvanbah es un lugar espiritual», explica Laura del Pino con una sonrisa y una mirada que están a miles de kilómetros de Sevilla. No porque aquí se encuentre mal –de hecho, se encuentra tan bien o tan mal como cualquier otro madrileño titulado en Filología Inglesa que hubiese venido a Sevilla a cursar un máster en escritura creativa–, sino por hábito viajero. Como las golondrinas, que tienen su propia e irreprochable forma de volar. De ese modo mítico recuerda ella el lugar de Australia donde vivió unos años y que da nombre a su único poemario, Cavvanbah. Próxima estación, publicado ahora por Ediciones en Huida. «Yo vivía en Byron Bay», cuenta la autora. «Byron Bay se llama así porque un inglés llamado Byron llegó a ese lugar y dijo esto se va a llamar Bahía de Byron. Pero antes, los aborígenes llamaban a ese trozo de tierra Cavvanbah. Significa lugar de encuentro. Ellos iban allí a encontrarse. Hay un lago, el Tea Tree Lake, que está lleno de árboles de té, y las mujeres aborígenes bajaban allí a dar a luz y los hombres se quedaban arriba en la montaña. Al final ha sido también un lugar de encuentro para la fotografía y la poesía, para mí misma, para las culturas... Un lugar de encuentro en muchos sentidos. Y próxima estación, porque el viaje continúa. No siento que haya un fin para el viaje. La próxima estación es el viaje».
El suyo es un poemario visual que contiene dos narraciones: la suya, a través de los versos; la de la fotógrafa Olga Blanco, mediante imágenes. Ambas se conocieron en Australia, vivieron experiencias parecidas y finalmente decidieron unirse en la narración de una perplejidad común que transcurre entre el dolor del desarraigo y el vértigo de instrumentos hasta la aceptación desdramatizada de que la vida es eso también. Es eso.
Y llegó la hora de hacer su trabajo de fin de máster. «Quise escribir sobre algo que conociera», dice, «y así empecé a hacerlo sobre la experiencia de emigrar en esta generación, que es muy diferente de como emigraron mis abuelos. Ellos emigraron a Alemania. Ahora hay otro movimiento distinto: mi hermano está en Dublín, mis amigos están también esparcidos por otros países. Creo que para ellos fue mucho más difícil porque iban obligados y nuestra obligación es diferente: vamos obligados porque tenemos unas expectativas más altas, porque nos han educado como personas capaces de hacer todo lo que ellos no pudieron, estudiar, viajar... Y en tu propio país ves que no puedes trabajar, o que no tienes suerte, no sé. Las condiciones no son las que tú te esperabas. En España se puede sobrevivir pero no se puede vivir con las expectativas con las que hemos crecido en esta generación, y tenemos que ir a cumplirlas fuera».
Fue a Australia por el inglés, por amor a la aventura y la naturaleza, por puro romanticismo. Y lo primero que encontró fue racismo. No porque aquello sea diferente de España, «es igual en eso», sino porque le tocó conocer la otra cara de la moneda: ser la de piel oscura, la que hacía las camas en el hotel, la de los amigos morenitos. Le fastidió que los jóvenes australianos de su edad no quisieran trabajar y se dedicarán, comenta ella, a vivir del Estado y de alguna que otra actividad en negro. «Por un lado», dice, al intentar verbalizarlo, «sentí que tenían una gran falta de identidad y mucha bipolaridad en su carácter. O muy felices o muy depresivos. Quizá sea también el crecer con todas las posibilidades que quieras. Allí también hay pobreza, pero nada que ver. Es un país rico lleno de posibilidades. Y cuando te dan tantas posibilidades no sabes qué escoger, entras en un bucle de podría tener lo que quisiera pero no sé lo que quiero... No conozco a ningún australiano, y los he conocido profundamente, sano. Mentalmente sano».
Y entonces, oh prodigio, pasó el tiempo. Se desvaneció un poco el peso insoportable de las ilusiones, esa especie de pájaros llenos de nuevos colores, «cada uno con una pluma / cada uno con un mensaje / cada uno con una llaga». Como escribe más adelante, «El tiempo hizo que la imperfección fuera perfecta», sostiene uno de sus versos. «En el momento en que me relajo, ese drama desaparece y empiezo a disfrutar de esa persona que está ahí y que soy yo. Y el yo se hace más humilde y desaparece y simplemente disfruto de lo que tengo. Y tengo mucha conexión con la naturaleza, y me hago parte, me mimetizo con ese entorno». Entonces escribe convertida ya en viajera: «El inmigrante cobra menos / y ¿qué más da? / si se han deshecho / los números y las palabras / si se han fundido los días en vinos a media tarde / y hemos quemado esos dólares que echábamos en falta / al ritmo de un tambor / en el atardecer violeta».
«Así soy. Ahí estoy desnuda. Por eso me da mucha vergüenza, porque soy una persona muy reservada y muy vergonzosa, aunque la gente me dice que no lo parece sí que lo soy. Muy insegura. Y en este trabajo me desnudo». Aquella experiencia, ahora expresada mediante los versos, la convirtió en viajera por la vía de los hechos consumados y también del batacazo. «Cuando llegué allí iba con expectativas. Pero desde que me di el tortazo voy sin expectativas. Y desde entonces disfruto mucho más de los viajes. Después de esto me fui al norte de Tailandia sola, y no esperaba nada. Simplemente me fui a ver qué había por allí. Y al final acabé por Laos, Camboya, conocí a mucha gente que iba también sola. Iba con mucho miedo: una mujer viajando sola por un país que no conoce. Pero es hasta que llegas. Una vez que llegas ves a mucha gente que está como tú y te dejas llevar, y tú buscas pero también estás abierto a lo que te llega. Empiezas a conocer gente, conocer sitios y experimentar. Es como todo. Cuando tienes una relación también con expectativas te das la hostia. Si empiezas sin ellas, es muy difícil. Viajando no tengo ese miedo. Quizá en otros capítulos de mi vida, sí. Pero porque me lo he quitado, es como todo. Es como cuando te caes. Que te levantas y dices bueno, tampoco era para tanto. He sobrevivido, y más: he sobrevivido y he crecido».
A cambio de ese regalo de la vida, reconoce haberse convertido en una persona sin rumbo. «Es la parte negativa. Al final te vuelves un culo inquieto y te cuesta mucho quedarte en un sitio. Hay una frase que se me repite mucho de Descartes: El que viaja mucho acaba por sentirse extranjero en su propio país. Y es lo que me da miedo, el moverte tanto que al final parece que estás incómodo en todos los sitios. Cómodo e incómodo a la vez. Pero bueno, no soy la única a la que le pasa. Cuando hablo con gente de mi entorno estamos todos igual».
Tanto llegó a echar de menos su origen que allí, entre los antípodas de Oceanía, se apuntó a clases de flamenco. «Y eso que ni escucho flamenco en mi casa ni he hecho nunca danza flamenca. De pura melancolía me apunté a clases de flamenco. Y he llegado a España y no he vuelto a ir. Pero allí iba. Las raíces te llaman. Crees que rompes con todo y... Sí, creemos que somos pájaros y no: somos árboles. He encontrado a muchas personas en mi misma situación. Muchos amigos de Sevilla que hice allí también, y todos tienen esa melancolía. Y eso que la calidad de vida que tienes allí aquí no la puedes encontrar». De ahí a escribir poesía no hay nada. «He procurado siempre ser muy natural. No he querido ser pomposa ni barroca; hay muchos poetas a los que les encanta un vocabulario que no utilizan en su día a día. Como trabajo de fin de máster, este ha sido el trabajo de encontrar mi voz poética y definirla. Y eso lo he conseguido después de juguetear mucho con los ritmos, con la musicalidad en los versos. Leídos hay mucha musicalidad. De la poesía lo que más me gusta son las imágenes y el ritmo. Y a través de esto, contar una historia. Porque al final la gente lo que quiere es escuchar historias, y a mí me gusta contarlas». Cavvanbah. Próxima estación. Laura del Pino, un desnudo integral.