Es el mismo lugar: la Plaza Nueva. Pero en mayo, con los mostradores atestados de volúmenes flamantes y llenos de colorines, una de las sensaciones primordiales es el olor a libro nuevo. La gente acerca las narices a los álbumes ilustrados, donde casi se distinguen los colores con el olfato, e inspira las entrañas de los best sellers como quien inhala incienso. Aquí, en esta otra feria de otoño, la sensación diríase que es la contraria: son los libros, ya vividos y grises, los que parecen olisquear en busca de lectores nuevos. Es una relación diferente la que se establece, más adoptiva que comercial, más sentimental que práctica, en esta estación del año que tanta importancia da a las cosas que cambian, envejecen y se esfuman. Le queda poco: pasado ya el ecuador de la feria, el día 10 desmantelará sus casetas y se despedirá de Sevilla para que la invasiva fiebre navideñista, más que navideña, ocupe también en su pleamar este espacio.
Hasta ese día, será posible asomarse al espejismo de un mundo que ama los libros. Lo más conmovedor de esta feria, que ahora cumple cuarenta años, no es que en ella se pueda encontrar una primera edición de García Márquez, un Jabato de la época, un Mein Kampf que por poquito no lleva el autógrafo de su autor y un lustroso cartel naviero de cuando ambas cosas –la cartelería y la navegación– tenían mucho de arte. Lo emotivo, para quien busque eso, es que allí no se muestran viejos libros, sino restos de hogares. Ahora está muy de moda consumir experiencias, regalar experiencias, feel the experience, cuando está ahí la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de Sevilla enseñando precisamente eso, intensas experiencias ajenas. Precisamente por tal razón, sobre los mostradores hay, además de libros, muchísimos otros objetos de muy diversa naturaleza que, combinados con las bibliotecas allí reunidas, cuentan historias a quien se acerca a escucharlas. Así que la literatura no está solo en los ejemplares puestos en venta, sino en la existencia misma de este mercado que es como un largo tren que vuelve de la guerra y donde la nostalgia es inevitable.
Cualquier caseta vale para notarlo, aunque algunas son, hay que decirlo, más inspiradoras que otras. En la de la Librería Altossal, de Valencia, tienen la historieta El clic, de Milo Manara, una de las mejores narraciones del morbo jamás editadas. Y los tomos de Colección Historias, de Bruguera, con los que tantos y tantos niños españoles de los setenta se hicieron lectores. Y las aventuras de Verne y de Enid Blyton. Y tebeos de Cimoc, El Capitán Trueno, una enciclopedia sobre tipos de nudos, otra dedicada a los arbustos, partituras antiguas sobre Sevilla, mapas, recortables, libros sobre el Santo Grial, los monstruos, los alienígenas...
Una manada de escolares corretean por allí, cuestionario en mano, preguntando a los libreros cómo les va tras la crisis y otras impresiones de interés para sus trabajos de clase. En la Librería Códice, de Málaga, tienen puesta música de jazz y uno se imagina todos esos libros bañados por la luz amarillenta de la lamparita del aparador, aguardando a ser leídos por el inquilino del sillón orejero. Cuelga ejemplares de La Codorniz y anuncios originales de pasas moscatel. Todos los cómics están en Don Cecilio, incluidas aquellas Joyas Literarias Juveniles que solo quien conoció y atesoró puede valorar debidamente. En la Librería Alejandría, de Sevilla, tienen cupones de racionamiento: arroz, achicoria, tabaco, garbanzos, patatas, boniatos. Y por doquier, novelillas de Marcial Lafuente Estefanía, fotos antiguas, barajas de naipes, emblemas de posguerra, aventuras del Oeste, álbumes de cromos, lecciones de aritmética. Libros que incluso cerrados cuentan historias.