Creo haber visto todas las obras del bailaor y coreógrafo sevillano y cada día me alegro más de haber sido de los primeros, por no decir el primero, que destacó en la prensa de Sevilla su talento y personalidad. Y lo que más me fascina de Andrés Marín es que cree en lo que hace y es coherente con la fe en sí mismo, algo fundamental para acabar triunfando en cualquier faceta de la vida o del arte. Otros amagaron y viendo la dificultad volvieron al redil de lo convencional. Andrés es tozudo, además de una máquina de crear, gustos al margen. Es eso, un creador, un artista en el más amplio sentido de la palabra, tan manida últimamente en el flamenco.

Llevaba solo algunos minutos metido en faena con Carta Blanca, obra presentada en el Teatro Alameda de Sevilla, y pensé que iba a ser un desastre porque al principio no entendía nada, quizás porque había leído la sinopsis en el programa de mano y a veces es mejor no leer. Me suele ocurrir cuando voy a ver alguna película al cine, otra de mis grandes pasiones. Que tardo en pillar el argumento. En la primera línea del texto, leí: “Apacentados, animales de pasto...”, y temí que apareciera con algún borrego o una cabra. Pero no, no hubo animalitos en esta ocasión. Mejor, porque no está el horno para bollos.

Hubo, eso sí, muchos instrumentos en el escenario y dos cantaores que no acabé de encajar con la escenografía y los propios instrumentos. Me refiero a José Valencia y Segundo Falcón, que son buenos cantaores, pero que iban vestidos de bautizo y, encima, como que sus voces no casaban. Sin embargo, el bailaor sí iba a juego con todo y poco a poco me iba atrapando, metiéndome en la obra, en la que como viene siendo habitual utilizó una enorme variedad de músicas, en esta ocasión con grandes novedades, con tonás campesinas y piezas del rico folklore español y de la época del preflamenco. Y hubo también flamenco, claro, porque aunque pueda pensarse que no es una obra flamenca, lo es y mucho. De las más flamencas que le he visto en los últimos cuatro o cinco años, aunque la primera media hora me resultó algo cansina. Fue a partir de la farruca cuando empecé a disfrutar y a entender por dónde iba.

En cuanto a cómo bailó anoche, creo que a veces cansan tantos movimientos, poses y pasos excesivamente repetidos a lo largo de toda la obra, que, por otra parte, repite en obras anteriores. Es su estilo, claro, sus figuras, pero ocurre eso, que despliega una batería de movimientos demasiado familiares. Un poco lo que le pasa a Israel Galván, sin querer compararlo con él, aunque sean parecidos en el concepto, que ha creado cuarenta movimientos y los coloca en todas las obras tengan o no tengan coherencia dancística con el argumento.

La última media hora fue una maravilla, con piezas geniales, sobre todo la seguiriya, con todos los músicos metidos en la obra, destacando la guitarra eléctrica de Raúl Cantizano y la flamenca de Salvador Gutiérrez. Andrés desplegó ahí todo su talento interpretativo y nos ofreció una sinfonía coreografiada de un gran talento, innovadora, en la que la intensidad de la música y su baile eran un binomio espectacular. Tanto o más como su maravilloso número en la “loseta obsoleta” que le preparó José Valencia, una pieza ingeniosa, cómica, creando un nuevo concepto de la fiesta flamenca.

Hubo mucho más, la saeta de Segundo, de la escuela sevillana, o la letrita por soleá del propio bailaor arrodillado en el escenario. Quizás uno de los problemas de estas obras de Andrés es que van sobrecargadas de cosas y cuesta llevar el hilo. Y, sobre todo, contarlo luego sin escribir de nuevo El Quijote. En líneas generales, y a la espera de poder verla de nuevo, me pareció genial en muchos aspectos. Es un creador que cree en lo que sueña, y a veces sueña estas raras maravillas.

Septiembre es Flamenco. Teatro Alameda. Carta Blanca, del bailaor Andrés Marín. Cante: José Valencia y Segundo Falcón. Guitarra Flamenca: Salvador Gutiérrez. Percusión: Daniel Suárez. Clarinete: Javier Trigos. Entrada: Unas 270 personas. Sevilla, 17 de septiembre de 2015.

Calificación: ****