Cincuenta años de Macondo

La novela ‘Cien años de soledad’, del Nobel García Márquez, emblema del boom latinoamericano y del realismo mágico, cumple medio siglo en perfecto estado de salud

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
28 feb 2017 / 17:59 h - Actualizado: 01 mar 2017 / 09:21 h.
"Literatura"
  • Macondo, uno de los nombres propios más importantes de la literatura universal y clave en la obra de García Márquez. / El Correo
    Macondo, uno de los nombres propios más importantes de la literatura universal y clave en la obra de García Márquez. / El Correo

Afortunadamente, las profecías de los pergaminos de Melquíades erraron en lo principal, pues aunque fuera cierto que «las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra», Macondo no se convirtió en «un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico», tal y como recogía el final de la propia novela que catapultó al estrellato a su autor, sino que, por el contrario, precisamente a partir de aquellas palabras se fraguó su eternidad. Macondo podía haber sido cien años antes «una aldea de veinte casas de barro y cañabrava», al menos cuando Gabriel García Márquez decidió empezar por el principio y establecer la fundación de un pueblo en el que él no solo iba a basar toda su literatura a partir de aquel boom de los 60 del que él mismo era artífice fundamental, sino en el que estaba basado todo lo que había escrito desde que su pura condición de periodista de planta en El Espectador de Bogotá se le había ido dilatando por el realismo mágico de su propia vida cotidiana.

A la altura de 1967, cuando la editorial Sudamericana de Buenos Aires (Argentina) se arroja a la aventura de publicarle al colombiano aquella novela en la que cabía todo el universo garciamarquiano –una tirada de solo 8.000 ejemplares–, Macondo ya se había consolidado en el imaginario de su ficción desde sus primeros escritos. Todo el argumento de La hojarasca (1955), su primera novela, ocurría en Macondo, el mismo pueblo sobre el que Isabel había hablado tanto sola mientras veía llover... Cerca de allí, un coronel como Aureliano Buendía –o como Gerineldo Márquez, su propio abuelo– había protagonizado la novela más perfecta para su autor a pesar de la aparente sencillez del desasosiego de un veterano de guerra en la espera interminable de su pensión, mientras lo mantenía un gallo de pelea. En Macondo o por sus alrededores, entre la ciénaga grande y Riohacha, es decir, entre la ficción y la realidad, habían sido alumbrados los relatos de Los funerales de la Mamá Grande (1962) e incluso, una década después, se confirman por allí los sucesos de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972), el largo cuento que Cien años de soledad había resumido antes en una sola página y que contaba la gira de pueblo en pueblo de una abuela que prostituía a su nieta para pagarle la casa incendiada por un descuido.

Pero Macondo no se funda, sobre el papel, hasta que José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán –los patriarcas de la saga de siete generaciones que cuenta Cien años de soledad– no se ven en la necesidad de huir, selva adentro, para poner tierra de por medio con un pueblo en el que la pareja había sido ridiculizada por no consolidar el matrimonio por miedo a engendrar crías con colita de cerdo. Es el primero de los Buendía el que sueña con el nombre, aunque el propio autor aclararía muchos años después –incluso en su autobiografía, Vivir para contarla (2002)– su fascinación por la palabra, tras un viaje que hizo con su madre a su pueblo natal, Aracataca: «El tren se detuvo en una estación que no tenía ciudad, y un rato más tarde pasó la única plantación de banano a lo largo de la ruta que tenía su nombre escrito en la puerta: Macondo. Esta palabra ha atraído mi atención desde los primeros viajes que había hecho con mi abuelo», dijo Gabo. La figura del tren la pinta él de amarillo para ficcionalizar una locomotora que «tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo», hasta cargar con más de tres mil muertos, que es el resultado mítico de la llamada matanza del banano, ocurrida el año que él mismo nació, y con la que concluye ese lastimoso capítulo del imperialismo yanqui en forma de compañía bananera que desangra la comarca de Macondo, pues Macondo es Aracataca, y Colombia, y toda Latinoamérica. La alegoría ya funcionaba.

Con un pueblo en sus manos, todo lo demás cabía en él: las historias familiares que había oído contar desde niño, hijo de un telegrafista como el Florentino Ariza de El amor en los tiempos del cólera (1985) y de la hija de un coronel como Aureliano Buendía, que termina conviviendo –en la ficción de una casa enorme como la de sus abuelos maternos– con Rebeca, la niña que comía tierra y que es un trasunto de su propia hermana Margot. Pero también la historia de todo un continente asolado por la desmemoria, que es como la peste del insomnio que afecta a todos los habitantes de Macondo; la insolidaridad que desemboca en la soledad de hasta los líderes, como el coronel Aureliano Buendía encerrado en su taller de incontables pescaditos de oro o su padre centenario, amarrado a la sombra de un castaño, o su madre con más de cien años olvidada por el interior de los armarios, o incluso el declive último de otros mandamases en la intimidad definitiva de sus perdiciones, como Gabo habría de literaturizar en El otoño del patriarca (1975) –su novela más compleja– o El general en su laberinto (1989), un relato maravilloso de los últimos días de Simón Bolívar por el río Magdalena para terminar muriendo solo y pobre tras haber sido el gran libertador de medio continente.

En el Macondo de Cien años de soledad también se desdibujan las diferencias entre liberales y conservadores, otra obsesión expuesta en toda la literatura de García Márquez, porque en el corazón de la historia de esa saga familiar no solo crepitan los levantamientos armados y las guerras civiles que pierde el coronel Aureliano Buendía, sino su propio casamiento con la hija menor de don Apolinar Moscote, el gobernador que planta un letrero gubernamental y una hamaca para lanzar decretos en un pueblo que se había construido sin gobierno, hasta que José Arcadio Buendía le para los pies y los ánimos. Macondo es, en fin, una alegoría de un mundo que nace y declina hasta que es sustituido por otro, algo así como el acierto cervantino con El Quijote. No en vano ambas novelas están hoy consideradas como las cimas de la literatura en castellano de todos los tiempos, como reconoció la propia Real Academia Española al lanzar en 2007 una edición popular conmemorativa de Cien años de soledad con motivo de su 40º aniversario.

Realismo mágico

El novelista cubano Alejo Carpentier había acuñado el término de «real maravilloso» para referirse a esa tendencia de la novela hispanoamericana, repentina en el siglo XX –porque hasta entonces los escritores del otro lado del Atlántico no habían escrito novelas, sino leyendas, crónicas o poemas más o menos míticos–, a mezclar lo cotidiano con lo milagroso, y luego fue la crítica más o menos académica la que patentó lo de «realismo mágico», pero García Márquez, a quien la narración le salía a borbotones con la misma magia que a sus abuelos y quien había interiorizado el mito bíblico y las estructuras novelescas de maestros occidentales como Faulkner, no tuvo más que ponerse a convertir en literatura propia lo que había oído de toda la vida, aprovechando además el relato mítico del pueblo y no la versión tan oficial como falsa de los poderosos. Por eso habría de sostener: «No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad». Tal vez la realidad notariada por el pueblo mismo, que no impide que la bella Remedios ascienda a los cielos como la Virgen María o que un hilo de sangre recorra todo el pueblo y llegue a la cocina para anunciarle a Úrsula que su hijo José Arcadio ha muerto, como el propio Santiago Nasar, que también cae derrumbado en la cocina de su propia madre con las vísceras en las manos al terminar aquella Crónica de una muerte anunciada (1981) que también había ocurrido, en efecto, en la realidad.

Y a pesar de todo, hoy da la sensación de que el realismo mágico es cosa del best seller García Márquez, como si no existiera con él una profusa generación de literatos de todo un continente que ha contribuido al mismo hallazgo conceptual, desde Miguel Ángel Asturias a Julio Cortázar, pasando por Ernesto Sábato, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa o el tal vez patriarca de toda la novela latinoamericana: Juan Rulfo, que con su solo libro Pedro Páramo (1955) no solo cambió el devenir de las letras hispanas para siempre sino que influyó en Gabo hasta el punto de que este confesó que cuando llevaba cien páginas de Cien años de soledad, su amigo Álvaro Mutis le regaló un ejemplar de Rulfo y entonces él tiró todo lo que llevaba escrito y empezó de nuevo. También aquellas páginas inservibles habría de leerlas, en privilegiado anticipo manuscrito, el crítico mexicano Enmanuel Carballo, que fue quien leía todas las páginas que Gabo le iba pasando antes de Cien años de soledad tuviera siquiera posibilidades de ser publicada en el otro extremo del continente. Carballo, que tenía la misma edad de Gabo, murió solo tres después que él, el 20 de abril de 2014, pero fue el primero que intuyó que la novela, y Macondo, iban a convertirse en un clásico universal. El propio autor tuvo que recapitular su importancia, después de recibir el Nobel de Literatura en 1982, al declarar: «Macondo no es tanto un lugar como un estado de ánimo».

Desde entonces, en muchas latitudes del mundo, Macondo es un territorio incluso más tangible que muchas realidades, como pasó con la Mancha de Alonso Quijano. En 2006, el alcalde de Aracataca realizó una consulta popular para cambiarle el nombre al pueblo natal de Gabo por Macondo, pero sus paisanos comprendieron que Macondo era mucho más que un pueblo y la cosa no salió. Mucho más cerca, en la ciudad de Cáceres, una reciente urbanización se llama Residencial Macondo, y sus calles se llaman como los personajes del libro: Remedios la Bella, Pilar Ternera o Padre Nicanor.

A Macondo lo impulsan hoy los centenares de millones de ejemplares vendidos de una novela traducida a 40 idiomas. Gestos como que Barack Obama le regalara a su hija un kindle con Cien años de soledad en digital por haber sido una de las novelas que más impactó al exmandatario estadounidense o que la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano –fundada por el propio Gabo– organizara a comienzos de este año una lectura colectiva de tres días, y en varios idiomas, en Cartagena de Indias no hacen sino confirmar que Macondo es ya más real que nunca.