El mundo ha despreciado la importancia del dolor. En este, o al menos en cierto dolor, encuentra uno a veces remedio a otros males mayores. Estas reflexiones no forman parte de ningún manual de masoquismo, sino, muy al contrario, de la conciencia de estar vivos que transmite con rotunda sencillez el fraile manresano Valentí Serra, quien ayer presentaba en Sevilla sus impagables Pócimas de capuchino (Editorial Mediterrània), la antigua farmacopea con la que aquellos religiosos daban consuelo a los enfermos desde la Edad Media y que tiene sus raíces –no en vano, hablamos de herboristería– en la Edad de Piedra. «Encontramos remedios eficaces en la realidad más inmediata y auténtica, en el entorno natural que nos envuelve y en los huertos cercanos, con los que además podemos establecer una relación de espiritualidad», comentó el fraile ayer.
Porque no se trata solo del aspecto estrictamente medicinal de la planta que sea, que también, sino además la gracia de este recetario está en la aproximación –con un puntito de sana rebeldía– a todo lo que la globalización está arrasando en su política de tierra quemada. Cuando fray Valentí Serra habla de «las hierbas santas», o cuando explica los beneficios de hojas o flores que crecen a nuestros pies y de las que hemos olvidado el nombre, en esas palabras hay también un posicionamiento crítico ante la forma actual de entender y gestionar la vida. Al señalar las variosas utilidades del arrayán o al señalar cómo los cocimientos de hierbabuena son mano de santo para las lombrices, el dolor de muelas y el zumbido de oídos, el reverendo escritor está hablando de otra medida del tiempo, de otras prioridades en la vida, de la importancia de saber quién se es, frente al actual fárrago despersonalizado de la existencia urgente.
La gente ya solo sabe decir pastilla o pomada; en el vocabulario de este libro de recetas conventuales aparecen las palabras ungüento, bálsamo, cataplasma, sinapismo, emplasto, cocimiento, tisana, gargarismo, pócima... En esa enfermedad de un mundo alocado se han perdido también palabras que eran medicinales.
En efecto, lo dice él con otras palabras: el mundo ha despreciado la importancia del dolor. «La vida está marcada por el dolor, y este forma parte de la vida. Nos hemos vuelto más intolerantes al dolor. Los creyentes sabemos que estamos destinados a la vida eterna y que estamos de paso aquí. El Hijo de Dios no rechazó el dolor cuando se hizo hombre. Pero nosotros, en este mundo que busca lo inmediato, lo efectivo, intentamos disfrazar esta realidad y ocultarla. A la menor molestia, una aspirina. Los tanatorios han sacado la muerte de las casas y se la han llevado a las afueras. Esos dolores de la vida que hemos rechazado y negado forman parte, sin embargo, de nuestra realidad humana».
No quiere decir fray Valentí que haya que pasarlo mal por pura reivindicación humana; de hecho, su obra es un muestrario de remedios que él califica de muy efectivos, y que en la actualidad han sido mejorados con la incorporación a la herboristería moderna de las aportaciones asiáticas y americanas, que antaño no se conocían. De este modo, la col era el remedio universal, y una hoja de encina colocada sobre la lengua calma el ardor de estómago. La lechuga es un excelente diurético –como sabrá por sus paseos nocturnos al baño todo el que cene ensalada– y, si a las espinacas les sienta bien el aceite, a la hipertensión le va de maravilla una buena infusión de muérdago. El azahar calma la jaqueca y las afecciones histéricas, el anís no tiene rival para eliminar los gases y hasta el huevo duro es bueno contra las mordeduras de culebra. «Olvidar esto sería una pérdida tremenda de nuestro patrimonio».
Bueno, tal vez alguna de esas fórmulas podrían perderse (o al menos, modificarse en algo), como tapar la redoma del bálsamo de romero con un montón de estiércol durante un mes para que no pierda sus vahos. Tal vez ahí sí que sea preferible tirar de Vics Vaporub. O ponerle un taponcito al bote.