El caso de José Marín, aun siendo sorprendente, no es apartado. Antes y después que él ya hubo otros cuya sensibilidad musical no encajaba precisamente con su historial emocional, fuertemente pervertido por sus instintos criminales. El caso más conocido es el de Carlo Gesualdo, que en torno al seicento asesinó salvajemente a su esposa y el amante de ésta. Y si nos atenemos a otras disciplinas artísticas el número de sujetos que compaginaron su vida delictiva y artística aumenta considerablemente. Alguna neura debía andar por ahí suelta para permitirles poseer esa sensibilidad artística difícil de entender en desalmados de tal calibre. Viene esto al caso de que este año celebramos el cuatrocientos aniversario del nacimiento de José Marín, que fue tenor en la Capilla de Felipe IV, trabajó en el Monasterio de la Encarnación, donde llegó a ser considerado el mejor músico de Madrid antes de ordenarse sacerdote en Roma y cometer una serie de crímenes que le llevaron a la cárcel, la tortura y la secularización.
Siempre bienvenidos y bienvenidas por sus formas elegantes y sencillas a la hora de abordar repertorios como éste en el que repasaron algunas de las firmas más sobresalientes del período que abarca la vida y obra del homenajeado, el esplendor del Barroco, Harmonia del Parnàs regresó a los Jardines del Alcázar en formación de cuarteto, con su rutilante directora, Marian Rosa Montagut, al frente, la voz aterciopelada de Carmen Romeu y el refuerzo de Leo Rossi, curtido en las filas de nuestras Barroca y Sinfónica, al violín. El resultado fue una noche evocadora que casi logró el milagro de refrescar una de las más cálidas que hemos sufrido en este insólito verano de temperaturas más suaves de lo habitual.
La exquisitez y elegancia de Carmen Romeu asomó ya desde una de las cantatas françoises, la preciosa Jonás, de la compositora y clavecinista Elisabeth Jacquet de la Guerre, acólita de Luis XIV y gran conocedora de las formas italianas que importó a su música. Con un registro más próximo al de mezzo que al de soprano estricta, Romeu hizo gala de una enorme prudencia a la hora de articular cada frase y expresión, dotando de un considerable sentido de la teatralidad a una música que contó con un primoroso acompañamiento instrumental, especialmente en el caso de Rossi, cuyos frecuentes pasajes arpegiados lograron insuflar energía en las partituras.
Con una larga y compleja sonata de Corelli actuando de visagra, donde el violinista tuvo que vérselas con los pasajes más controvertidos de la velada, lo que le deparó algún que otro apuro y puntuales pérdidas de tono y afinación que no lograron empañar el magnífico acabado final, el resto del programa deambuló entre piezas de, entre otros, el valenciano José Pradas de Gallén, uno de los más grandes compositores del barroco español del XVIII y Maestro de Capilla de la Catedral de Valencia, cuyas valiosas aportaciones al villancico se dejaron ver en la simpática y singular Suena la ronca trompa, que Romeu entonó sin abandonar su proverbial elegancia y exquisito gesto teatral. Varios tonos del Cancionero de Marín, entre ellos la maravillosa Ojos, pues me desdeñáis, en una versión decididamente sensual y exquisita, así como una preciosa aportación de Maestro Capitán, músico de origen belga entre el Renacimiento y el Barroco, responsable de la introducción en España de ese estilo italiano tan presente en el fuerte componente teatral con el que el conjunto, y muy especialmente Romeu, abordaron el programa, y una hermosa recreación del célebre Sé que me muero de Lully, completaron una velada en la que también destacaron el buen hacer y la sutileza de Montagut al clave y Guillermo Martínez al violonchelo, aportando cuerpo y color al conjunto, siempre desde unas formas sutiles y elegantes.