El secreto de Virginia Woolf

07 abr 2017 / 15:52 h - Actualizado: 07 abr 2017 / 16:06 h.
"Libros"
  • Una de las ilustraciones del libro ‘Kew Gardens y otros cuentos’.
    Una de las ilustraciones del libro ‘Kew Gardens y otros cuentos’.

Siempre que uno se enfrenta a la obra de un suicida, la fatalidad de esa condición está presente como un estigma a lo largo de toda la lectura –si se trata de un libro– o de la contemplación –si consiste en el trabajo de actores de cine, cantantes o artistas plásticos–. En el caso de una novela o de unos relatos, uno no puede evadirse en ningún renglón del peso dramático de que su autor acabaría dándose muerte por su propia voluntad, como si la naturaleza de suicida tuviese carácter retroactivo y se extendiese sobre toda su existencia, sobre toda su memoria y sobre todas sus obras como una premonición fúnebre y contra natura. Y si esos renglones fueron escritos por Virginia Woolf, como los que publica ahora Nórdica Libros, dicho lastre parece emparentado con las piedras que metió en su abrigo para que el vecino río Ouse se la tragara sin excusas un viernes de marzo de 1941. Hay cierta afición a creer que la escritora era una persona taciturna y amargada –porque los prejuicios también pesan lo suyo y no hay opinión que se libre del ahogamiento si lleva cargados con ellas los bolsillos–. No fue así. De hecho llegó a ser lo contrario, alegre y entusiasta, cuando se lo permitía la enfermedad mental que arrastraba desde hacía un cuarto de siglo. El secreto de Virginia Woolf era que amaba la vida, especialmente la de sus seres queridos, y posiblemente murió porque no estaba dispuesta a ser un pedrusco en el abrigo de ninguno de ellos, merecedores de una felicidad y una libertad que ella hacía inviable. Saber esto imprime un carácter casi devocional a la lectura de los dos libritos indispensables que Nórdica ha puesto en circulación: uno, Kew Gardens y otros cuentos, con ilustraciones de Elena Ferrándiz, recoge tres relatos maravillosos escritos en la treintena; el otro, Las aventuras agrícolas de un cocney, ilustrado por Maite Gurrutxaga, narra las hilarantes andanzas de un matrimonio que la autora escribió con su hermano cuando tenía entre diez y trece años. Ambos confirman, de modos extraordinariamente opuestos, el amor por la vida de una mujer a la que hay que desuicidar literariamente con carácter de urgencia, para poder leerla en estado de gracia, como se merece.

En este último volumen se aprecia especialmente su sentido del humor y su extraordinaria percepción narrativa de la existencia ya desde sus años más tiernos, cuando aún se apellidaba Stephen y escribía con sus hermanos el periódico Hyde Park Gate News, donde reunían y contaban con la mayor sorna posible todos los acontecimientos graves, leves, relevantes o absurdos de la vida familiar. Ainize Salaberri, la traductora de este relato infantil y su continuación, Las aventuras de un padre de familia, afirma que Virginia Woolf era «la literatura hecha carne», y confirma que pese a la mocedad con que firmó estas obrillas, en el relato del cockney «reconocemos algunas de las características que terminaron por ser santo y seña de Virginia, pero también descubrimos un alma un tanto desconocida, sorprendente y risueña, que dista mucho de la imagen que se ha tenido de ella durante años», dejando en su ánimo un estado de felicidad latente y generalmente malinterpretado.

Aquí, las ilustraciones de Gurrutxaga son también más infantiles, concretas y desenfadadas, frente a las de Ferrándiz en Kew Gardens y otros cuentos, donde las imágenes emulan la hondura poética y simbólica de los relatos e intentan reproducir los colores con los que Virginia Woolf describe el mundo que le interesa. Con sus sombras y contraluces y sus figuras insinuadas y desenfocadas, las ilustraciones son un llamamiento a la imaginación del lector para que adecúe su ánimo a los ambientes y situaciones descritos. Aclarado esto, los tres relatos de este volumen son una pasada. El primero, Kew Gardens, está ambientado en el jardín botánico de Londres y podría sintetizarse como la historia de un arriate; lo que sucede delante de él por los siglos de los siglos, que son básicamente recuerdos, como si aquello fuese un enorme mosaico de memorias particulares: está el hombre que pasea con su mujer y sus hijos mientras recuerda que fue allí donde pidió matrimonio a la joven Lily, de la que apenas recuerda el detalle de la hebilla plateada de su zapato, la libélula que revoloteaba alrededor y la convicción de que el rechazo fue lo mejor que le pudo pasar; está el anciano que ha perdido la cabeza y al poco aparecen por allí dos mujeres de clase media baja que apenas saben decir otra cosa que «Nell, Bert, Lot, Cess, Phil, Pa, dice él, dije yo, dice ella, dije yo, digo yo». Y así van transcurriendo las personas, las cosas, las horas, que son solo destellos de colores que nacen, explotan y se disuelven bajo la incidencia pasajera del rayo de luz que les da vida.

En Una casa encantada, el segundo relato de la terna, una pareja de fantasmas recorre una casa habitada buscando su vieja alegría: cuando dormían, cuando leían en el jardín, cuando llevaban las manzanas al desván... que es otra deliciosa forma de contar lo mismo. Y en el descomunal La marca en la pared, la narradora destaca el pensamiento sobre la acción, la imaginación como decisión personal sobre la banalidad como fenómeno colectivo. Al hilo de lo que parece ser una mancha sobre la chimenea, la protagonista vuela por las alturas de su espíritu, repara en los árboles, admirables, que «crecen durante años y años, sin prestarnos atención, en los prados, en los bosques y en las riberas, todas ellas cosas en las que nos gusta pensar». Se fija en el árbol y en «la sensación seca e íntima de ser madera»; madera llena de trinos y de patitas de insectos, «un mástil desnudo sobre una tierra que gira sin cesar durante toda la noche» y que ni siquiera al morir y transformarse perderá su existencia: «Para un árbol sigue habiendo un millón de vidas pacientes y atentas en todo el mundo, en los dormitorios, en los barcos, en las calles, en las salas donde hombres y mujeres se sientan después de tomar el té a fumar cigarrillos. Este árbol está lleno de pensamientos serenos, de pensamientos felices». Y todo esto lo decía la protagonista para sí misma, como un secreto.