El último dolor del cante

Manuel Bohórquez @BohorquezCas /
25 dic 2015 / 20:42 h - Actualizado: 25 dic 2015 / 20:58 h.
"Flamenco"
  • Agujetas, en la Bienal de Sevilla de 2002. / Efe
    Agujetas, en la Bienal de Sevilla de 2002. / Efe

No ha muerto cualquier cantaor, que ya sería una noticia terrible. Ha muerto uno de los más grandes del cante gitano. Sí, gitano, porque Agujetas lo era y siempre quiso serlo, además. Su padre era también cantaor, Agujetas el Viejo, un gitano de Rota con un sonido que venía de siglos atrás, metálico, negro como una cueva, que se te metía en la última habitación de la sangre. Manuel de los Santos Pastor, el Agujetas que murió esta mañana en Jerez, era el que quedaba de los gitanos que sacaban el cante del tuétano de los huesos, un cantaor que solo tenía el cante, que se sintió solo desde que nació y que cantaba para no morir de soledad. Poco sociable, raro entre los raros, como lo serían Tomás el Nitri y Frijones, o como lo fueron Manuel Torres y Tomás Pavón, que se sabe que lo eran. Manuel Agujetas detestaba todo lo que no fuera el cante y la libertad, huía de los estereotipos, de las escuelas academicistas, de la técnica, de los ensayos, de la ojana. Era, en el mejor sentido de la palabra, un animal salvaje. A veces le reprocharon los críticos que era demasiado tosco, desordenado y anárquico, pero tenía el don, eso que no tienen los cantaores de oficio. Ni soñándolo. Se pueden falsear las voces para cantar gitano, pero Manuel no la fingió nunca: era la voz gitana por excelencia, dueño de eso que Manuel Torres llamaba duende, los soníos negros que enamoraron a Demófilo y a Lorca. Un grito pelado que era capaz de matarte en un fandango de El Carbonerillo, pero que cuando se mostraba por seguiriyas o martinetes, alcanzaba un dramatismo terrible. Nadie ha sonado tan gitano como Agujetas, con tanta profundidad. Ningún cantaor llevó la voz a tanta jondura, aunque luego fuera un desastre en el escenario, sin saber qué hacer con la guitarra y repitiendo las letras y los palos hasta la saciedad. No existe el agujetismo, pero los admiradores de Agujetas están repartidos por todo el mundo y le han sido siempre fieles. Una minoría, si se quiere, pero devotos hasta la muerte. Y jamás han reclamado para él galardón alguno, como ha ocurrido y sucede con otros maestros del cante de su generación. Lo han amado y han querido disfrutarlo, sin más, a sabiendas de que era único, sin parangón. Tenía Manuel un carisma que no era de polideportivos y grandes teatros, sino de cuarto de rezo. El que tiene un disco de vinilo de Manuel Agujetas lo tiene como el que posee un tesoro, una reliquia, algo sagrado. Y el que alguna vez lo escuchó en un escenario, con esa estampa antigua, su cicatriz en la cara y los ojos hundidos, sabe que ese día vivió un momento único. Seguramente esta muerte no va a ocupar portadas de periódicos y tampoco abrirá informativos nacionales e internacionales de radio y televisión. ¿Y qué? Quienes algún día lo escuchamos en un festival de verano, de esos de los pueblos, un teatro o una peña, nunca lo vamos a olvidar porque en cada cante, en cada tercio, en cada pellizco suyo, Manuel nos clavó en el alma una manera de cantar lo jondo que no es que se haya muerto hoy mismo, por su marcha, sino que murió hace décadas. Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un gitano con tanta facilidad para herirte cantando. Y cuando te hería de muerte, cuando te mataba, era como una muerte deseada. Se ha ido el último dolor del cante. Descanse en paz.