Un centro de arte vivo y un museo que quiera estarlo deben ser lugares en los que uno entre y se sorprenda. Luego también está bien eso de confrontarse, de retarse intelectualmente con lo que se nos muestra. Pero la sorpresa es una sensación muy agradecida. El Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC) cumple ejemplarmente con todas estas premisas con la exposición que hoy abre sus puertas dedicada a la artista franco-argentina Lea Lublin (Brest, Polonia, 1929 - París, 1999) –hasta el 16 de septiembre–.
Usted no tenía noticia de ella. Pero eso no importa. Regocíjese porque ahora tiene la oportunidad de conocer a esta marciana. A una creadora excéntrica, pionera y, a veces, endiabladamente compleja, que el arte, o la historia del arte contemporáneo más bien, ha extraviado. Le pasó a Lublin como le sucedió –y le sucede– no por casualidad a tantas mujeres en un entorno también –porque de esto no se escapa nadie– machista. «Traer a Lublin al CAAC forma parte de la apuesta del Centro por la recuperación de artistas no suficientemente valoradas y dentro de la ideología del espacio de ser paritarios a la hora de dedicar exposiciones a hombres y mujeres», defiende su director, Juan Antonio Álvarez Reyes, sagaz buscador de tesoros como este.
La obra de Lublin late en la retina y rápidamente percibimos que es más importante que lo que sus razonablemente humildes formatos destilan. «Fue una artista que no se adscribió a ninguna corriente concreta pero en cuya obra hay destellos sociológicos, conceptuales y un palpable énfasis por el psicoanálisis», explica el comisario de la muestra, Juan Vicente Aliaga. Abandonó pronto la pintura y abordó un arte fuertemente ideologizado que hoy necesita claves para descifrarlo y empatizar plenamente con él.
En la instalación de 1974 Penetración de imágenes se proyecta sobre una cortina diapositivas de obras famosas de la modernidad. Lublin invita al público a penetrar en ellas. ¿Cómo? Con un acto tan sencillo como atravesar la cortina, explicando así cómo «la relación del espectador con la obra de arte es siempre una relación de identifiación». Hay también provocación –seguro que todavía vigente– en buena parte del imaginario de la artista. «En los 80 examinó numerosos cuadros del Renacimiento, planteando cómo quizá algunos artistas plasmaban el deseo incestuoso de poseer el cuerpo de la madre a través de las pinturas de vírgenes con el niño, «en las que el contacto físico entre los genitales del niño y la mano de la madre se ponen de manifiesto». Atenta observadora de su entorno artístico presente y precedente, Lublin justifica esta morbosa lectura psicoanalítica a partir de un pensamiento puramente plástico del suprematista Kazimir Malévich que llamaba a ir más allá de la imagen que vemos en una obra de arte para descubrir la profundidad que se esconde tras ella.
En su recorrido artístico Lublin fue adquiriendo conciencia de la discriminación que se ejerce sobre las mujeres en un mundo regido por normas patriarcales. En mayo de 1968 en el Museo de Arte Moderno de París «la artista invitó al público a ver expuesto a su hijo Nicolas [presente en la inauguración de la muestra] de apenas siete meses. Con esta iniciativa ella pretendió transferir una experiencia vivida en su cotidianidad a un espacio expositivo», detalla el responsable de la exposición. «Lublin señala que los cuidados que precisa un hijo requieren de tiempo y dedicación, una función que la sociedad sexista no está dispuesta a apreciar», detalla.
Más lejos todavía; en 1978 alumbró la performance Disolución en el agua. Pont marie, 17 horas. Confeccionó y transportó una banderola por diversas calles parisinas para ir a concluir la acción en un puente desde el que la arrojó al Sena. En ella podían leerse preguntas como: «¿La mujer es una imagen inmaculada?, ¿la mujer es una puta?, ¿la mujer es un saco de esperma?, ¿la mujer es la proletaria del sexo?...» A juicio de Aliaga, Lublin quiso con ella «cuestionar los estereotipos sociales sobre las mujeres pero también a la realidad social y económica del llamado segundo sexo».
En este relato copado por ideologías y disquisiciones se cruza también la figura de uno de los grandes y más excéntricos y controvertidos (hoy no tanto, menos mal) artistas del siglo XX, Marcel Duchamp. Apenas un puñado de obras de Lublin son suficientes para entender que sentía una suerte de singular fascinación por él. En La botella perdida de Duchamp (1991), la creadora reproduce mediante cajas de luz un conjunto de imágenes en las que se juega con la etiqueta del jugo de limas, y su carácter verdaderamente sexual, así como se introduce la imagen del frasco de colonia Belle Haleine (buen aliento) en el que figura Duchamp ataviado con ropas femeninas. «Se da así a entender que la idea del alter ego de Duchamp, Rrose Selavy surgió en Argentina», explica el comisario, ya que aquel anuncio de bebida espirituosa debió verla Duchamp en un periódico argentino durante su estancia en aquel país. Hemos llamado a Lublin a marciana. Y no es gratuito. En la obra Terranautas y Fluvio subtunal Lublin, sin pretenderlo, también se erigió en artista portavoz de una conciencia ecologista. Además ideó ambiciosos ambientes que el público podía manipular, oler, interactuar con ellos. Esta muestra del CAAC es un reguero de pistas. Sale uno con ganas de montarse en un platillo volante e ir en busca de Lea Lublin para hacerle muchas, muchísimas preguntas