«La cultura tiene que ser una muralla contra la grosería que nos invade»

Alejandro Luque publica ‘Raíces y puntas’, la vida entre bambalinas de un periodista cultural

06 jun 2017 / 12:08 h - Actualizado: 07 jun 2017 / 22:07 h.
"Libros"
  • Alejandro Luque, en una foto de archivo. / El Correo
    Alejandro Luque, en una foto de archivo. / El Correo

«Cuando estuve en Cracovia, vagando solo por las calles adoquinadas y anochecidas, miraba hacia arriba preguntándome cuál de esas luces encendidas podría ser la casa de Stanislaw Lem. Y soñaba con llamar a su puerta, compartir con él un café o un vaso de zubrowka, contarle cómo me había reído a carcajadas con sus Diarios de las estrellas o todo lo que para mí significaba Solaris. En su lugar, tuve que conformarme con jugar a músico ambulante, tocando el cajón con unos flamencos polacos que a su vez soñaban con remedar las falsetas de Vicente Amigo». Es el comienzo de Raíces y puntas (Triskel Ediciones), el libro que el escritor y periodista cultural de El Correo de Andalucía Alejandro Luque (Cádiz, 1974) resume como el haber «pasado a limpio» el blog homónimo con el que dejó constancia sin recato, entre 2007 y 2013, de su fascinación, su estupor –cuando tocaba– y su evolución personal y profesional durante tan prolongada e intensa exposición a las radiaciones de la cultura.

Lo primero que hay que decir de Raíces y puntas es que provoca dos envidias admirables: la primera, la de no haberlo vivido; la segunda, la de no haberlo escrito. El resumen de su contenido lo ofrece el propio autor: «En apenas un lustro entrevisté a medio millar de personajes de la cultura y leí unos 1.500 libros. Se me fue media docena de personas muy queridas. Descubrí lo que era vivir con una pareja y dos gatos. Escribí un blog, fundé una web de cultura mediterránea y abrí una cuenta de Facebook. Viajé por primera vez a Atenas, Tokio y Nueva York. Dejé de fumar, empecé a usar gafas y aprendí italiano. Asistí al estallido de la crisis, al hundimiento del periodismo y al comienzo de unos tiempos más oscuros, de los que acaso no hemos salido aún. Esta es la crónica fragmentaria, memoriosa y algo perpleja también, de aquellos años».

Ahora, al repasar este relato apasionante de la vida cotidiana pero excepcional de un periodista cultural que adora serlo, Alejandro Luque admite que sus juicios de hoy sobre algunos asuntos abordados serían tal vez más suaves que aquellos de entonces, que ha dejado en el libro por honradez. «Cuando uno es más joven opina con cierta alegría y desparpajo y con una seguridad que yo ahora mismo no tengo», dice. Lo cual no es óbice para seguir manteniendo un principio crítico en su trabajo que disuada al lector de confundirlo con un propagandista, pese a que en el periodismo cultural uno suele ser partidario de casi todo aquello de lo que informa. En su caso, ese espíritu crítico lo pone en guardia ante determinados supuestos: «Con los best sellers, con determinadas formas de llegar al público, con todo lo que en mi opinión sea lo contrario de lo que creo que tiene que ser la cultura, que es una muralla contra toda la grosería, toda la zafiedad, toda la banalidad que nos está invadiendo por todas partes. Nosotros, los periodistas culturales, estamos apuntalando el muro de contención».

La impresión de estar ante unas vivencias extraordinarias parece contagiosa: «El marido de una amiga me dijo: ¿Todas esas cosas te pasan?», recuerda, sonriendo, y agradeciendo el tener –como tuvo su madre, profesora– un oficio incompatible con la rutina. «En parte, quise ser periodista porque quería estar cerca de los creadores, aparte de que sufría de cierta grafomanía y necesitaba escribir donde y como fuera. El periodismo cultural era la forma de estar cerca de la gente que admiraba, que para mí eran los creadores, los músicos, los literatos. Y esto, al cabo de los años, da para muchas batallitas en un mundo tan lleno de gente loca, creativa y chispeante».

Raíces y puntas habla del paseo en vespa de Nani Moretti por el lugar donde asesinaron a Pasolini. De Palermo, de la que dice lo mismo que su amigo Ilya sobre Algeciras: «No me miren así cuando digo que la amo: ya sé que es fea». De otro amigo, Abdelatif, quien muchos años antes de convertirse en una celebridad montaba jaimas en su azotea. De dejar de fumar. Y de dejar de fumar. Del día que paseó por la playa de Cádiz hasta Cortadura con Maribel Verdú (y su madre). De Pérez Reverte, a quien creyó ver con cierta «prisa por llegar a viejo». De dejar de fumar. De dejar de fumar a lo García Márquez, como un «proceso de emancipación». De amar el tabaco por razones míticas, como hacía el peruano Julio Ramón Ribeyro, hasta el extremo de encontrar en los fumadores «cierto aire de familia con los tragafuegos del circo» y hasta un lejano parentesco con el dragón. De cine, de libros y de viajes. De aquel trance colectivo en plan santería afrocubana en el que participó en casa de_Natalia Bolívar, y que describe como una «epifanía habanera» pero que resume en una sola palabra:_«Magia». De dejar de fumar. De ese vecino de Osuna que fue a que Vargas Llosa le dedicase un libro y por cumplimentarlo le dijo: «Enhorabuena, a mi mujer le ha encantado». De flamenco. De Nueva York. De Espido Freire, que de una vez para otra no recordaba nunca quién era el reportero hasta que este se le presentó un día como «el periodista del que nunca te acuerdas». De gente que llega o se va. De los malos poetas y la humanidad de los artistas. De cómo se fabrica un éxito. De cómo muere el periodismo. Del humo.