Recién regresado de este recital y su posterior y obligada cena, vi que ponían en La 2 de Televisión Española un documental sobre Frank Sinatra en el que, entre otros episodios, se recordaba el mítico concierto en el Madison Square Garden que dio en 1974, y que reviví como cuando siendo un niño lo programaron en nuestra entonces raquítica televisión, y el que celebró en el Palau de Sant Jordi durante los fastos del 92. En ambos un público entregado y devoto rendía su más sentida y agradecida admiración hacia el genio de la canción, su voz imperecedera y su única e insustituible forma de modularla. Especialmente sintomática era la pleitesía demostrada por el público barcelonés cuando el maestro empezaba a no ser más que la sombra de lo que había sido, si es que algún día llegó a tan traumático extremo. Algo así, salvando las distancias estilísticas, de género y edad, pudimos experimentar durante el esperado concierto con el que el barítono Leo Nucci ha regresado al coliseo sevillano tras su triunfal Rigoletto hace tres temporadas.
Mantiene su forma única y entregada de abordar el repertorio que más conoce, el que le sitúa entre el belcantismo de Bellini o Donizetti y la madurez expresiva y lírica de Verdi, con Rossini como parada obligatoria para celebrar el bicentenario del estreno de la ópera que de entre las más de ciento cincuenta catalogadas por expertos sevillanos de la lírica más se erige en embajadora de la ciudad en el resto del mundo. Su hermoso timbre y su incontestable buen gusto para modular continúan intactos, así como su generosa proyección y una arrebatadora potencia que dista mucho de la que obtendría una voz gastada por el tiempo. Sin embargo vislumbra ese paso de los años en una necesidad de adaptar el tono a las posibilidades de su voz, lo que hace que el Largo al factotum fuese resultado de su caprichosa voluntad, o que su registro se resintiera de una alarmante monotonía. Eso no impide que sus cabaletas, especialmente en I puritani y La favorita, también ambientada parcialmente en Sevilla, en concreto en los Jardines del Alcázar que protagonizan el arranque de Vien Leonora, a piedi tuoi, resultasen impecables. Pero su registro y estilo no mutaban, ya abordara al trágico Macbeth, la soberbia en Beatrice di Tenda, el drama de I vespri siciliani, o la profunda lírica del célebre O vecchi cor che batti de I due Foscari, así como de dos canciones también de Verdi, especialmente la conmovedora L’esule. Como Sinatra, que para bien y para mal hacía suyas las canciones quienquiera que las compusiera.
El público enfervorecido, entre el que se encontraba esa inevitable claca que le persigue por todo el mundo, le obligó a entonar cinco propinas en la que desplegó lo mejor de sí mismo, extraídas de Andrea Chénier, Rigoletto, Don Carlo y Un ballo in maschera, además de la emotiva Non ti scordare di me – nosotros tampoco nos olvidaremos de usted, maestro - y un flamenco barroco en estilo Boccherini y una pizca de México que el conjunto instrumental, un cuarteto de cuerda completado con piano y arpa, ofreció con agradecida ilusión. Al piano y los arreglos instrumentales el veterano y entrañable colaborador de Nucci, Paolo Marcarini; suyos fueron también los interludios basados en arias de Bellini y Donizetti en los que destacaron el violín de Pierantonio Cazzulani. Lástima que el insuficiente presupuesto con el que nuestros gobiernos central y autonómico castigan la cultura, impida que veladas como ésta se celebren con más frecuencia y que se amplíe el número de títulos operísticos, cumpliendo así las expectativas de un teatro que nació hace veinticinco años para colmar las necesidades de un público que sí ha demostrado estar a la altura, e impidiendo así arrastrar con su desidia a una gerencia que ve peligrar su salud mental ante tanta incompetencia institucional.