La mujer que hizo brillar al sol

Sobrevivió a Auschwitz y, sobre todo, al odio. A sus 95 años, Edith Roth vive feliz. Por primera vez ha contado su historia. Y su nieta la ha convertido en un libro

h - Actualizado: 01 jul 2018 / 09:04 h.
"Literatura"
  • La abuela Edith Roth, con su bisnieto menor en los brazos, en Israel. / Fotografías cedidas por la autora
    La abuela Edith Roth, con su bisnieto menor en los brazos, en Israel. / Fotografías cedidas por la autora
  • Fotografía familiar en la que aparece Edith Roth junto a sus padres y sus hermanos, Moshé y Asher.
    Fotografía familiar en la que aparece Edith Roth junto a sus padres y sus hermanos, Moshé y Asher.
  • Meirav Kampeas-Riess ha escrito ‘El pequeño libro de los grandes valores’ con la historia de su abuela.
    Meirav Kampeas-Riess ha escrito ‘El pequeño libro de los grandes valores’ con la historia de su abuela.

«El sol dejó de brillar para nosotros. Se fue oscureciendo hasta volverse negro». Qué metáfora tan devastadora. Entrar en el corazón de cualquiera de los millones de judíos que sufrieron la violencia de los nazis podría parecerse mucho a un descenso a los infiernos; algo indescriptible, fuera de toda concreción, superior incluso a lo que la imaginación se permitiría inventar. Y sin embargo, el alma de Edith Roth es, según cuenta su nieta Meirav, algo muy parecido a la felicidad. La abuela Edith ha cumplido noventa y cinco años y, con sus achaques, disfruta en Israel de una vida plácida rodeada de su abundante descendencia: hijos, nietos, bisnietos... como si fuese ella la guinda de un gran pastel familiar –por emplear esa metáfora– con la que termina una historia que para muchos será de terror, pero que para otros mostrará hasta dónde es capaz de llegar el espíritu humano en su afán por superar el dolor, el odio y la barbarie. Una historia, en fin, que ha quedado contada gracias a que Meirav Kampeas-Riess, tras mucho tiempo intentándolo, ha logrado que su abuela le refiera aquellos años horrendos con epicentro en Auschwitz. El resultado de ese relato largamente reprimido ha quedado impreso en un modesto y emocionante volumen sin trampa ni cartón publicado por Alienta y titulado El pequeño libro de los grandes valores.

«A mi abuela, durante muchos años, le costó mucho abrir esa caja, ese armario que llevaba tantos años cerrado, porque cada vez que habíamos intentado abrirlo había provocado muchísimo dolor. Para ella era imposible olvidar. No puedes olvidar algo así, porque lo tienes grabado para toda la vida. Pero a través de ese dolor tan profundo, de esta experiencia del Holocausto que ella tenía, a través de esta herida, ella fue capaz de sacar (y debo decir esta frase porque me gusta mucho) de la mierda el abono. Y eso es lo que yo quiero sacar adelante con mi mensaje a través de su legado, de su historia que yo cuento en mi libro. Porque si solo nos quedamos con lo que pasó, con el dolor, con la herida, con el odio que en mucha gente se genera, yo creo que de ahí no podemos sacar nada hacia el futuro. Tenemos que intentar generar el abono, y es lo que yo hago en mi día a día, que es ser profesora y educar a los niños y a las nuevas generaciones en valores. Creo que esta es la única manera que tenemos a nuestro alcance hoy en día para mejorar un poco el mundo, o para intentar llegar a la gente a través de la empatía que tanto nos falta», explica a este periódico Meirav Kampeas-Riess.

Curiosidad incontenible

Meirav trabaja en un colegio judío –pero no solo para judíos– de Madrid, el Ibn Gabirol, donde enseña hebreo, la cultura judía y los valores del esfuerzo, la solidaridad, la entrega, el respeto, la igualdad, el compañerismo, la perseverancia, la tolerancia; esos principios que, como ella indica, presiden los comportamientos humanos y nos permiten realizarnos como personas. Fue en un viaje con sus hijos a Israel cuando le asaltó la incontenible curiosidad por saberlo todo sobre la abuela Edith, de cuya historia «solo conocía retazos, fragmentos sueltos. Sabía, por ejemplo, que antes de la Segunda Guerra Mundial había vivido en la Europa central, no muy lejos de Budapest; que había pasado por el campo de concentración de Auschwitz y había logrado sobrevivir milagrosamente, que luego había emigrado a Israel, donde había vivido de cerca la fundación del estado a finales de los años cuarenta» y que allí había construido una existencia feliz a partir de los añicos. Pero no tenía ni idea de los detalles, así que se propuso «aprovechar esas semanas de visita» para escarbar en su memoria antes de que esta se cerrara.

La abuela le contó el comienzo de los años oscuros, cuando apenas tenía diecisiete años. Cómo aquellos niños que hasta entonces habían sido sus amigos y compañeros de juegos empezaron a llamarlos, a ellas y a sus hermanos, sucios judíos y a pegarles y apedrearlos cuando los veían. Los desprecios, los ataques, el abandono, los puños de los soldados aporreando la puerta, el tren de mercancías, la desnudez, los ladridos de los perros, las manos agarradas, el humo de las chimeneas, los ojos como platos, el hambre, la miseria, los gritos, el terror, la última vez que vio a sus padres entre las filas de presos. La embocadura de la muerte, como explica Edith a través de las páginas escritas por su nieta: «Por aquellos días, empecé a sentir unos fuertes dolores en las piernas. Se me hincharon mucho y se pusieron azules. Tenía fuertes dolores de estómago». «Iranka [una prima suya de quince años que estaba también con ella en el campo de concentración] me daba algunos días su ración de comida, pero se me había cerrado el estómago y cada día me sentía más débil». El tristemente famoso doctor Menguele estaba poniendo en una hilera a las personas que debían morir y a las que iban a salvarse de momento. «Me miró, miró mi cuerpo desnudo, caminó dando vueltas a mi alrededor y... su dedo ordenó ponerme en la fila de la derecha. Sentí que me abandonaban las fuerzas. ¡Estaba en la fila de la muerte! En la otra fila se encontraba Iranka, mirándome con los ojos bañados en lágrimas». Y entonces, sucedió: «Erguí la cabeza, estiré el cuerpo como pude, apreté los puños y súbitamente sentí que desde algún lugar me llegaban fuerzas y mis piernas me transportaban a toda velocidad a la otra fila. Sin sabes muy bien cómo, me encontré de pie junto a Iranka en la fila de la vida, y unos minutos después ya estábamos vestidas y dirigiéndonos de vuelta al barracón».

Cuando se le pregunta a la nieta cómo pudo hacer eso su abuela, una gran interrogación aparece sobre su cabeza. ¿Y nadie la vio? «No, no, no», responde Meirav Kampeas-Riess. «Y de verdad que cada vez que hablé con ella volví a hacerle esa misma pregunta que tú me haces, tal cual, y ella no tenía ninguna respuesta. La única respuesta era: porque sentí que eso era lo que tenía que hacer. Era una fuerza interior que yo creo que a lo mejor podemos sentirla cuando estamos en una situación extrema en la vida, cuando tenemos un peligro de muerte, y de repente hay gente que saca una fuerza que nunca tenía, y yo creo que eso fue lo que pasó. O una fuerza mayor, para no decir algo conectado con otro mundo. Estoy muy conectada con el mundo de las energías, porque creo que todos estamos conectados en energías, en vibraciones: cuando hablo contigo o si te voy a ver o si te doy un abrazo o si te miro a los ojos, nos conectamos. Y a mí me pasan muchas cosas que no se puede explicar por qué pasan, o por qué yo soy más sensible de recibirlas, no sé. Pero yo funciono así».

«Están ahí»

No cree la profesora que esos valores que ella defiende en su libro se hayan perdido. «Están ahí, como alejados en una esquina, encerrados en un armario, porque en el día a día no estamos prestándoles atención, porque es más fácil mirar al móvil, estar conectados todo el día a la televisión, que sentarse un minuto y pensar en las cosas tan bonitas que tenemos a nuestro alrededor, que es la gente tan maravillosa que hay en el mundo, a las que no damos importancia. Por ejemplo, hace poco estaba yo en La Rioja dando una charla sobre mi libro con treinta chavales de diecisiete años de un colegio católico, que no tiene nada que ver con el judaísmo ni ninguna empatía conmigo a priori, porque no me conocían, y yo al hablar con ellos y contarles la historia de mi abuela, al abrir todo aquello tan cercano a mí, con fotos y con sentimientos, logré que todos ellos, con lo difícil que es hoy captar su atención, estuvieran dos horas sin levantarse ni siquiera para salir al baño, sin que nadie mirase a la pantalla del móvil, y las chicas y los chicos llorando de emoción. Creo que en ese momento llegué a contactar con ellos. Sí hay con lo que trabajar, sí hay sentimientos, sí hay valores. Lo que pasa es que están dormidos». Se trata de hacer brillar al sol. No dejar que se ennegrezca nunca más.

«Yo soy muy optimista», dice la autora. «Quiero que la gente que lee mi libro imagine que en vez del nombre de mi abuela sale el nombre de la suya, de sus hermanos, de sus padres, para que se genere una empatía sin pensar que esta persona es negra, o blanca, o judía, o cristiana o musulmana. Cuando llegas a tocar el corazón de la persona, ya la tienes en la mano: podemos conversar con ella, entenderla, quererla, sin importar de donde viene, o qué idioma habla, o qué color tiene».