Menú

La noche es para volar

‘Dulces lecturas’, habría que desear a los hijos, y no ‘dulces sueños’, porque los sueños son estúpidos por su propia naturaleza, mientras que los libros son un rotundo testimonio del afán por ser felices

16 mar 2018 / 21:16 h - Actualizado: 16 mar 2018 / 21:43 h.
"Libros"
  • La noche es para volar
  • La noche es para volar
  • La noche es para volar
  • La noche es para volar

Plateado y dorado, como de purpurina, brilla el astro troquelado en la cubierta del libro. Es plena noche y abajo, en el bosque, en los mares, en los hielos y en los pueblos, las criaturas lo miran, sumisas o perplejas, con esa extraña devoción en la que a algunos les va la vida. Luna, se titula este libro de Britta Teckentrup con el que la editorial Bruño, a través de su colección Cubilete, pregunta a los lectores si alguna vez se han planteado por qué el cielo nocturno cuenta con extravagante luminaria, con esa bombilla que cambia de forma y de tamaño, unas veces rotunda, otras sutil y otras invisible. Al final, la supervivencia en la Tierra, condicionada a la existencia de esa bolita polvorienta con cara de Gioconda, resulta que depende de la belleza. Y que si no existieran esas noches que la Luna hace enigmáticas y soñadoras, sin la menor duda la vida no existiría en este planeta. A lo largo de las páginas, las fases de la Luna van visitando los diversos parajes despertando a los escorpiones, echando a volar a los loros, formando a las ranas en orfeón y moviendo las olas con su baile mecánico e infinito.

Pero esta misma colección de libros, Cubilete, no tiene ninguna fijación lunática. Entre sus prioridades, además del satélite misterioso que da aspecto de peonza al movimiento de la Tierra, hay otros protagonistas, otras historias. Otros sujetos, cabría decir, por su imprecisa naturaleza. Uno de los ejemplares se titula No abras este libro (¡mejor léete otro!). Lo escribe Andy Lee y lo ilustra Heath McKenzie. Y... bien, la criatura que lo protagoniza es azul. Un color muy impropio de la zoología, si uno repara en ello (no tan raro en la fabulación). Tal vez por eso tenga ese aspecto entre tierno y monstruoso el paisano que desde dentro insiste una y otra vez en que no se pasen las páginas, so pena de enfrentarse uno a un peligro inenarrable. Si será cierto o no, si verdaderamente hay algún conjuro por ahí amenazando a alguien, es algo que se verá en las últimas páginas.

Pero entre estas obras nuevas de Bruño destaca una que los pequeñajos quieren leer (o que les lean) una noche, y otra, y otra, y así indefinidamente mientras les duren las risas. Lo firman Tom Fletcher y Greg Abbot y se titula Hay un monstruo en tu libro. Consiste el asunto en que si uno efectivamente abre el volumen en cuestión, un simpático monstruito azul (de nuevo el color misterioso) se aparece ante los presentes y a partir de ahí se trata de echarlo fuera de las páginas, bien sacudiendo el tomo, soplando, dándole vueltas, haciéndole cosquillas a la criaturita, asustándola... en fin, lo normal que hacen los niños. El final no se cuenta porque también sería muy de monstruitos hacerlo, por más que esté de moda este procedimiento en las publicaciones encantadas de sentirse altamente especializadas en la materia.

Hay muchas formas de ser lector en la cama, a cualquier edad. Existe un libro de Tres Tigres Tristes que se llama Colossus, lo firma Guridi y tiene el beneficio añadido de que puede servir como edredón llegado el caso. O como manta térmica, porque todavía está calentito de la imprenta. Pero lo importante en realidad es que esta obra trata sobre un secreto del personaje que le da nombre (secreto compartido por otras muchas personas entre los cero y los ciento veinte años, y que consiste en algo muy, muy pequeño sin lo que es muy difícil vivir). Aunque en el caso de Colossus la cosa es realmente llamativa, porque él es –como indica su nombre– un ser que necesita grandes cantidades de todo. Con lo cual el enigma está servido. Y ya se sabe que los enigmas son otra especie habitual de las noches con o sin la Luna presente.

Más allá de en qué estado se encuentre la Luna, hay noches y noches, de todos modos. Algunas no son tan bellas como otras, ni expresan las mismas emociones, y el sueño al que conducen es más trágico que las más funestas pesadillas. Bien lo sabe Barbara Fiore Editora, que acaba de poner en las librerías Zenobia, de Lars Horneman y Morten Dürr. Zenobia es un libro triste y necesario; un cómic que precisamente muestra, en la primera de sus viñetas, el engañoso resplandor de la Luna. En la segunda aparece el mar nocturno. Y en la tercera, cerrando la página inicial, una patera rebosante de africanos en busca de un lugar donde vivir. No figuran muchas palabras en este tomo curioso y muy bellamente dibujado, lleno de los ocres del desierto y de los azules del mar (azul de nuevo, un color que a veces hace difícil la vida). En ese mundo protagonizado por Amina, que se imagina luchando contra las adversidades con la valentía y la determinación de la celebérrima reina de Palmira, cualquier color es peligroso e inhóspito: el de las arenas, el de los cazabombarderos, el de los edificios en ruinas, el de las profundidades de las aguas devoradoras, donde el nombre de Zenobia esconde una realidad muy diferente de aquella de la que hablaban los antiguos relatos de Siria.

Muchas veces, de un tiempo a esta parte, los libros hablan a los niños sobre la muerte. Y la primera impresión –equivocada o no– es que obran bien. La reputada colección Ala Delta, de Edelvives, lo hace igualmente para chiquillos de alrededor de ocho años en El diente de oro de la abuela Vladimira, de Ignacio Sanz. Un texto que incita a volar, a que los chiquillos aprovechen su potencial descomunal de ser lo que les dé la gana para buscar la felicidad, y no las miserias de la vida, sus peores rutinas, sus más estúpidos temores y aprensiones y todo ese despilfarro infundado de fuerzas y de ganas que nos lleva a la muerte sin apenas rechistar y cogidos por las orejas, como hacían antes los profesores severos con los alumnos traviesos. Si en su juventud no había tenido problemas a al hora de amaestrar a un puñado de arañas para su número de circo, menos los tuvo la ya vieja Vladimira para enseñar a sus nietos –predicando con el ejemplo– a ser autónomos, algo osados y extravagantes, más sencillos que sofisticados, más inconformistas que amoldados.

Entre las novedades de esta colección de Ala Delta, la verdad es que si hubiera que elegir un solo título, solo uno, una elección irreprochable sería Expedición Tilovonte, de Carlos López. Una lectura recomendada a partir de los diez años de edad y que en líneas muy resumidas podría decirse que es el libro infantil que habría escrito Groucho Marx. «El castaño hundía sus raíces tierra adentro, tierra adentro, tierra adentro, hasta llegar al incandescente centro de la Tierra, y entonces el castaño daba las castañas ya asadas». O cuando dice que en la fiesta de cumpleaños de la reina «asaban jabalíes con una manzana en la boca, y luego comían solo la manzana y desechaban el jabalí, porque este se empleaba para darle sabor a la manzana». O cuando explica que «el tragafuegos había empezado, de muy niño, tragando chispas», y «como las brasas le daban sed, siempre las acompañaba con un vaso de lava». Pues así todo el tiempo. Una demostración de poderío humorístico e imaginativo, un ejercicio de un ingenio agotador, donde se narra qué sucedió cuando la monarca de Gledamoar, contentísima tras su última victoria militar contra el enemigo, ordenó una expedición científica alrededor del mundo con idea de recoger noticias sobre su geografía y sus habitantes. Al lado de esta peripecia fantástica a más no poder, lo de Gulliver fue una visita al Hogar del Pensionista del pueblo.

Claro que no todas las odiseas son iguales. La editorial Abuenpaso cuenta la suya en el flamante Blanco como la nieve. O más que la suya propia, la de un ratón tremendamente escrupuloso, que apenas sale de casa por no mancharse su hermoso pelaje, y que –en atención a esa ley no escrita que dice que basta que uno no quiera una cosa para que le pase– se encuentra de buenas a primeras perdido por ahí, y toca buscarse la vida. Lo firman Mar Benegas y Andrea Antinori, y en cierto modo recuerda a todo lo que se está comentando aquí porque su moraleja es que en ocasiones, para saber lo que es la vida, uno tiene que renunciar a su zona de confort –como dicen los repipis–. Suele ocurrir que uno se mancha, pero la alternativa –no vivir– es impensable. Con ayuda de su curiosidad, de las pistas que va encontrando y de las adivinanzas que se le ponen por delante, este ratoncito logra sobreponerse a sus remilgos y conocer la diversidad del mundo que habita. Un libro tierno, simpático y lleno de franqueza y sencillez. Y a propósito, hablando de franqueza: el lunes es el día del padre y Anaya pone en las estanterías con ese motivo su precioso librito Te quiero, papá, de Valentí Gubianas, rebosante de colorido, movimiento y emoción. Un repaso a las razones del amor en el hogar, a los lazos que se forman poco a poco en mil desayunos, en cientos de juegos, en los millones de detalles de la convivencia diaria y también, como cabía esperar, a la hora de dormir, cuando se cuentan los cuentos y esa misma Luna que se asoma a todas las ventanas de todos los libros infantiles renueva la invitación a volar por ahí, sin miedo.

Irse de unas recomendaciones de libros infantiles y juveniles sin pasar por Kalandraka no tendría mucho sentido, la verdad. Así que, entre sus nuevas aportaciones a la mesa de novedades de la librería más próxima, aparece Tomás el bromista, de Jorge Rico Ródenas y Anna Laura Cantone. Kalandraka es una editorial que, además de recuperar con verdadero amor por los libros –y sus lectores– lo más excelente de los clásicos del género, domina la intuición de distinguir cuáles de entre las obras modernas acabarán también siendo clásicos. Y esto podría ser lo que le pasa a este luminoso y colorido volumen que se nota que está hecho con muchas ganas y con un tremendo respeto por el oficio. Se incluye dentro de la colección Libros para soñar, con lo que de nuevo habrá que tirar de Luna, almohada y lampara en la mesilla y predisponerse para el sueño con una dosis de humor. Los autores utilizan toda la artillería: la maestría en el dibujo cómico, las rimas, los personajes arquetípicos, el juego entre lo previsible y lo imprevisible, la extravagancia, el emparejamiento feliz entre lo que se ve y lo que se lee, la sencillez del relato... y lo que sale es un álbum muy divertido que encima no necesita traducción paterna para que los niños lo comprendan. Lo cual no es necesariamente frecuente, como sabrán quienes se prodiguen en la compra de libros para estas edades. Pero no hay que preocuparse por ello, porque si algo ha quedado claro hoy es que no se debe tener miedo a lo desconocido, aunque bajo esa Luna que ilumina los sueños y las vigilias pululen toda clase de criaturitas. Se trata simplemente de elegir bien las compañías.