La OJA nos ha dado muchas satisfacciones a lo largo de sus comparecencias en cada temporada; pero esta última ha sido quizás la más perfecta, en la que han exhibido un sonido más nítido y una técnica más pulida, sin olvidar el alarde de expresividad demostrado en el atractivo programa elegido. Un mérito de los jóvenes talentos que integran su plantilla, los programas y proyectos en los que cada uno y una han perfeccionado su trabajo y el profesorado que les han curtido, así como la experta y comprometida batuta del venezolano Hernández-Silva, al que ya pudimos disfrutar dirigiendo la Academia de Estudios Orquestales de la Fundación Barenboim-Said hace un par de años, y cuyo trabajo frente a la Orquesta de Córdoba y la Sinfónica Simón Bolívar le colman de credenciales. Este conjunto nacido con el aliento de la Junta de Andalucía como colofón de la preparación académica del alumnado más aventajado de nuestros conservatorios, vuelve a demostrarnos que en cuestiones musicales nuestra juventud avanza en sentido inverso al sistema educativo básico de nuestro país, algo sobre lo que deberían tomar nota nuestros legisladores y ejecutivos.
El también joven violonchelista granadino Guillermo Pastrana se plegó a los distintos estados de ánimo del concierto de Dvorák con una capacidad intelectual y emocional encomiable. Paradigma en su género y considerado por muchos como el mejor para el instrumento, la pieza encontró en Pastrana el vehículo perfecto para exhibir color, lirismo y riqueza melódica en el allegro inicial, tras un majestuoso arranque de la orquesta, melancolía y nostalgia en el adagio, y decisión y coraje en el final, con la complicidad de una batuta acertada en dar sensación de continuidad a la pieza, lejos de las ralentizaciones a las que frecuentemente se somete. El violonchelista dirigió unas encantadoras palabras de agradecimiento al público, la orquesta y el Maestranza antes de ofrecer una conmovedora Nana de Falla.
Ya sin solista, el conjunto se lució en unas sensacionales Danzas sinfónicas de Rachmaninov, compendio de su vida musical y emocional, sin atisbar diferencia alguna con la más experimentada de las formaciones orquestales profesionales. Hernández-Silva dirigió con aplomo y el punto justo de excentricidad, marcando el vigor del primer movimiento, la sensualidad del vals y el fatalismo en cierto modo macabro del allegro vivace. Un final victorioso y vibrante puso la guinda a tan sensacional interpretación, con la Obertura de Candide de Bernstein como propina, sirviendo de escenario para una desbordada alegría general, especialmente de un saltarín director y unos bailarines contrabajistas.