Más vivos que nunca

Pasan a dominio público las obras de 377 autores españoles que murieron cuando empezó nuestra «Guerra Incivil», como la bautizó Unamuno

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
31 ene 2017 / 08:00 h - Actualizado: 31 ene 2017 / 13:42 h.
"Literatura"
  • A Federico García Lorca apenas le dio tiempo de gozar de los derechos de su propia obra. / El Correo
    A Federico García Lorca apenas le dio tiempo de gozar de los derechos de su propia obra. / El Correo

La Guerra Civil española, que estalló en el verano de 1936, confirmó dolorosamente aquella profecía machadiana de que una de las dos Españas había de helarle el corazón a cualquier españolito que por entonces se atreviera a venir al mundo. La contienda heló demasiados corazones, en efecto, pero también mucha tinta sobre papel y mucha imaginación desbordante que ya no pudo ser porque quienes la regalaban se murieron para siempre como todos los muertos de la tierra, empezando por el escritor español más leído y representado del globo, el gran mártir de nuestra Literatura contemporánea: Federico García Lorca. Además del poeta y dramaturgo granadino, aquel año de la «Guerra Incivil», como la bautizó Miguel de Unamuno después de ser expulsado de la Universidad y antes de morir de pena en su casa, en la Nochevieja del 36, la de un siglo después de la que inspirara uno de sus famosos artículos a Larra, se llevó por delante a 375 escritores más, de los dos bandos, y tal vez de algún bando tercero o sin numerar, como José Calvo Sotelo, que había sido ministro de Hacienda durante la Dictadura de Primo de Rivera y que fue asesinado una semana antes de que estallara la guerra. Calvo Sotelo dejó La voz de un perseguido (1933) o El capitalismo contemporáneo y su evolución (1935), entre otros, y aunque su obra no es estrictamente literaria ejemplifica toda aquella riqueza que podía haber tenido continuación y que se segó radicalmente.

También acabaron su vida y su obra aquel fatídico año de 1936 ingenieros como Juan de la Cierva o Leonardo Torres Quevedo sin necesidad de ser fusilados. El primero, inventor del autogiro (precursor del helicóptero), que ayudó a las fuerzas sublevadas de Franco para que tomaran el mando del ejército del norte africano, se estrelló el 9 de diciembre, con 41 años, cuando despegaba desde Londres con destino a Ámsterdam. El segundo, diseñador de un dirigible cuya patente tuvo que vender a una empresa francesa ante el desinterés de su propio país, y del teleférico que atraviesa todavía hoy las Cataratas del Niágara –además de otras máquinas electromecánicas de cálculo-, murió el 18 de diciembre en su casa de Madrid, ya octogenario.

A José María Hinojosa en Málaga y a Ramiro de Maeztu en Madrid lo fusilaron los milicianos republicanos en agosto y octubre, respectivamente. El primero, introductor de la poesía surrealista en España, podía haber sido considerado uno de los grandes de la Generación del 27 (lean La sangre en libertad, de 1931), pero el mismísimo Luis Cernuda constató que fue, en cambio, «otro poeta malagueño cuya muerte terrible no se ha mencionado entre nosotros». El segundo, una de las cimas de la Generación del 98, autor de Hacia otra España (1899) o Defensa de la Hispanidad (1934), leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, La brevedad de la vida en la poesía lírica española, pero no le alcanzó la suya para estrenar su sillón.

Asimismo fue fusilado por el bando republicano, en Paracuellos del Jarama, el gaditano de El Puerto de Santa María Pedro Muñoz Seca, prolífico autor teatral que tanto creó al alimón con el sevillano de Los Palacios Pedro Pérez Fernández (de ambos se contaba que «Pedro escribía y Muñoz secaba», en alusión a sus mutuas colaboraciones y al uso de la tinta de la época). A Muñoz Seca –o a Pérez Fernández, o a ambos– le deberemos siempre la grandeza de La venganza de Don Mendo (1918). Llegó a destacar tanto en su oficio que Ramón María del Valle-Inclán, tal vez el mayor revolucionario dramático de todos los tiempos, que también murió en 1936, aunque el 5 de enero, mucho antes de que empezara a fraguarse la guerra, dijo de él: «Quítenle al teatro de Muñoz Seca el humor; desnúdenle de caricatura, arrebátenle su ingenio satírico y facilidad para la parodia, y seguirán ante un monumental autor de teatro».

En definitiva, por motivos variopintos incluso más allá de la guerra que había empezado a hervir al grito legionario de «¡Mueran los intelectuales!» (Millán Astray dixit), 1936 fue un año de enormes pérdidas humanas, aunque sus obras permanecieran para siempre, si bien hasta hace un mes bajo el derecho de sus herederos. Sin embargo, desde el 1 de enero de 2017, las obras de todos estos autores fallecidos el año de la guerra –hace 80 años– pasan a dominio público. Aunque la actual Ley de Propiedad Intelectual (de 1987) establece en 70 años el tiempo que ha de pasar para que la obra de un escritor pase a dominio público, los autores fallecidos antes de 1987 están sujetos a la normativa anterior, la de 1879, que fijaba que los derechos heredados por sus obras no caducaban hasta 80 años y un día después de su muerte. Por eso, los primeros autores cuyas obras acaban de pasar a disposición de todos son los fallecidos durante 1936, un año tan destructivo que ahora se señala, paradójicamente, como un hito de la liberación textual bajo el yugo de los derechos de autor.

La Biblioteca Nacional de nuestro país acaba de publicar un índice de los 377 autores fallecidos aquel año cuyas obras han pasado a disposición pública, y en la lista hay de todo: desde autores excéntricos como Eugenio Noel, aquel ensayista que emprendió una cruzada contra el flamenco y los toros en la mejor época de estos (recuérdense títulos como Señoritos, chulos, fenómenos, gitanos y flamencos de 1915), hasta escritores cuya obra difuminó su presunta brillantez bajo otras facetas más conocidas, como el fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera (e incluso su hermano Fernando), o Blas Infante, cuyos interesantes libros, como Ideal Andaluz (1915), Motamid, último rey de Sevilla (1920) u Orígenes de lo flamenco y secreto del cante jondo (1929) están ya libres de derechos de autor.

El índice publicado por la web de la Biblioteca Nacional, que incluye un enlace a la obra liberada de los 377 autores muertos en 1936, ordenados alfabéticamente por apellidos –más de uno para cada día de este año que amanece tan lector y tan apetitoso para las editoriales, dispuestas a publicar sin tener que pagar derechos de autor, aunque cantidad no suponga nunca necesariamente calidad–, depara sorpresas de autores absolutamente olvidados, o inesperados en un catálogo de escritores, pues también aparecen pintores, religiosos, políticos o militares, entre estos algunos de los que se sublevaron contra la II República, como el general Joaquín Fanjul (incluso su hermano Alfredo, sacerdote dominico).

El caso de Lorca

El responsable de gestionar los derechos de autor de Federico García Lorca hasta su muerte en 2013, Manuel Fernández-Montesinos –sobrino del poeta y responsable de la publicación de los Sonetos del amor oscuro en 1983– luchó por que se aplicara una excepcionalidad en la liberación de los derechos para creadores muertos por causas no naturales, y más aún si se trataba de asesinados. En este sentido, llegó a pedir a la Comisión Europea que el paso de dominio público ocurriera no 80 años después del nacimiento, sino 150 años. La reivindicación no prosperó.

A Federico apenas le dio tiempo gozar de los derechos de su propia obra, más allá del éxito y el dinero que sí cosechó en los años de la II República sobre todo debido a su teatro, cuyas obras Bodas de Sangre, Doña Rosita la soltera o Yerma, principalmente, llenaron teatros de Argentina y Uruguay. Ni siquiera pudo ver representado el que fue su drama más completo, La casa de Bernarda Alba, concluido apenas dos meses antes de ser asesinado en Víznar el 18 de agosto de 1936. Su poemario Poeta en Nueva York no fue publicado sino póstumamente (1940).

Resulta sintomático que entre los 377 autores de la lista de la Biblioteca Nacional de España tan solo figuren dos escritoras. Una de ellas es la zaragozana María Domínguez Remón (1882-1936), periodista, poetisa y republicana socialista que publicó en 1934, bajo el título genérico de Opiniones de mujeres, una recopilación de cuatro de sus conferencias. Domínguez fue la primera alcaldesa democrática de la II República, y fue fusilada por los franquistas en Gallur (Aragón). La otra autora es Asunción de Zea-Bermúdez (Cuenca, 1862-1936), que publicó numerosos estudios sobre Cervantes y uno de cuyos textos más célebres se titula La inutilidad de las guerras. El catedrático de la Universidad de Zaragoza José Carlos Mainer, que ha asesorado a la Biblioteca Nacional para el citado listado, asegura que «no es tan excepcional como parece» la práctica ausencia de mujeres, pues también entre los fusilados eran mayoría los hombres y «en aquella época había pocas las mujeres que se dedicaban a escribir». Hombres o mujeres, es a partir de 2017 cuando sus palabras son más de todos que nunca. Ahora lo único que hace falta es ponerse a leerlas. Sería el mejor homenaje.