Trasgredir los límites de ilusión y realidad con una suerte de juego teatral tan inquietante como desconcertante. Es lo que nos plantea Mayorga con esta obra, que gira en torno a la hipnosis como instrumento de la magia.
La historia comienza con una mujer que aparece en su casa en estado de trance. Su marido prepara la mesa para una cena a la que ha invitado a una vieja amiga, mientras su hija se limita a mirar en actitud pasiva. Al principio no prestan atención a la mujer, pero no tardan mucho en apreciar que se comporta de forma extraña. Enseguida les confiesa que en realidad no está allí, sino en el escenario teatral donde tiene lugar un espectáculo de magia en el que ella ha salido como voluntaria para ser hipnotizada. La hija asume enseguida que esa mujer no es su madre, sino la expresión de su subconsciente, mientras que el marido opina que está haciendo “teatro”. De esta manera, Mayorga nos indica que vamos a asistir a un espectáculo en el que que no es ni surrealista ni realista, sino todo lo contrario.
Uno a uno los personajes -a los que se suman la madre de la protagonista, la vieja amiga y un señor que al parecer ha ido a ver la casa con la intención de comprarla- van cayendo en esa suerte de estado hipnótico que los lleva a creer que nada de lo que están viviendo es real. Así, Mayorga aprovecha para reflexionar sobre el destino trágico de todo ser humano, determinado por su condición mortal. Para no dejarse llevar por él busca puntos de anclaje, como la familia y el trabajo. Se empeña en buscar una zona de confort, pero acaba perdiéndose en ella. En principio se trata de una reflexión interesante, pero se queda en un plano superficial y se pierde en el juego del ilusionismo. Así, se diría que lo que a Mayorga le interesa es convertir el teatro en una especie de número de magia que se dirige a desconcertar al espectador. Un propósito que sin duda consigue, aunque al final nos quedamos con la sensación de que hemos asistido a un espectáculo un tanto vacío de contenido.
La puesta en escena gira en torno al texto y a su interpretación, aunque curiosamente cabe destacar que tanto la escenografía de Curt Allen Wilmer como la iluminación de Juan Gómez-Cornejo y la música de Jordi Francés perfilan con acierto un espacio realista que contrasta con el perfil de los personajes y su discurso, que José Luis García-Pérez, Ivana Heredia y María Galiana colman de maestría y vis cómica.