Memorias de Mosul

‘Las amapolas de Irak’, un cómic con los recuerdos infantiles de una tierra perdida

29 ago 2016 / 20:26 h - Actualizado: 29 ago 2016 / 20:52 h.
"Cómic"
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En los cines, «a partir de 1969, antes de cada película difundían un mensaje: Por la seguridad de la nación, prevenimos a los ciudadanos de la presencia de espías, enemigos del pueblo e intrusos a sueldo del extranjero. Denuncie a los sospechosos en este número de teléfono...», cuentan Brigitte Findakly y Lewis Trondheim en su cómic a cuatro manos publicado por Astiberri y titulado Las amapolas de Irak: unas memorias infantiles en forma de tebeo en las que el marido dibuja, la esposa colorea y ambos guionizan los recuerdos de ella durante su infancia en Mosul, en los años sesenta. Una vida tan marcada por los viajes que sus padres, cristianos, se conocieron en el andén de la estación de Saint Lazare cuando él fue a París a estudiar para dentista, sin imaginar entonces que algún día, tras años de criar a sus hijos entre vicisitudes en aquel convulso país, acabarían regresando a Francia, que es como decir salvando el pellejo y saltando de siglo. La idea era regresar allí algún día, cuando las cosas mejorasen. Pero la terca fatalidad ya había tomado cartas en el asunto. «Cuanto más empeoraba la situación en Irak, más consciente era de que no volvería allí pronto», afirma Brigitte. «Sentí la necesidad de escribir para preservar la memoria de los momentos felices y menos felices que había vivido. Cuando el ISIS entró en Mosul, mi ciudad natal, fue una especie de punto de no retorno».

Algunas fotos familiares salpican las páginas de este sencillo, dulce, melancólico tebeo tan contundente como poco pretencioso en el que los recuerdos domésticos alivian la pesantez opresiva de la realidad social y política. «En Irak, el invitado debe decir no cuando la señora de la casa le ofrece más comida», recuerda el libro, con humor. «La señora de la casa debe insistir varias veces y solo entonces se le permite aceptar. Mi madre hacía exquisitos postres franceses que eran muy apreciados. Cuando les ofrecía más, los invitados, salivando, se negaban educadamente y esperaban a que mi madre insistiera. Cosa que nunca hacía. Mi madre nunca adquirió esta costumbre. Pero los invitados sí que modificaron su comportamiento cuando venían a casa». Son retales ingenuos de la vida familiar, cromos de la infancia de una chiquilla mosulita que en aquellos años no tenía una noción tan apesadumbrada de la realidad como la que pudiera padecer cualquier adulto en su sano juicio en un país donde los cambios políticos se hacían de un día para otro a metralleta, la paranoia era el estado natural del régimen –fuera quien fuese su titular– y el aire social resultaba casi irrespirable y ponzoñoso con tanto miedo, tanto prejuicio y tanta delación. Había tan pocos temas de los que se podía hablar libremente que en las reuniones de amigos lo único que se hacía era poner a caldo al prójimo. «El deporte nacional en Irak era el cotilleo y lo sigue siendo», escribe Brigitte.

El libro, publicado hace tres días, conoció una pequeña première en la web del diario francés Le Monde, que quiso recoger de este modo tan original el testimonio de alguien capaz de recordar sin amargura un pasado para el que ya no quedan puentes, de tan escasos que se volvieron los vínculos personales, sentimentales y de toda especie. Hay una nostalgia de exiliada que su marido, Lewis Trondheim, ha sabido resumir en viñetas pequeñitas, como livianas pompas de la memoria. A Lewis, la editorial lo define como un autor de referencia del nuevo cómic galo. El resultado de las aportaciones de ambos es un anecdotario elocuente de un país que conforme van pasando los años, trágicamente, va perdiendo la cabeza a base de bombazos, desolación, horror e injusticia. El que alguien haga memoria en este proceso vertiginoso hacia el olvido no deja de ser una proeza, no solo para ese nuevo cómic francés encarnado por Trondheim.

«Siempre hemos hablado francés en casa y árabe fuera», cuenta el libro. Los padres de la pequeña Brigitte Findakly, cuando él viajaba, hablaban por teléfono en francés, pero los espías de la censura se ponían hechos una furia y les ordenaban que se comunicaran en árabe o colgaran. Aún viven, aunque son muy ancianos y la memoria no es su fuerte. Brigitte recuerda que de chica, cuando iba con ellos a visitar los grandiosos monumentos hoy destruidos por la barbarie integrista, recogía amapolas entre las piedras. Era lo único que los militares dejaban llevarse. Era inútil; las amapolas, aseguraba su madre, no duran mucho.