Ozzy, o cómo marcharse en lo mejor de la fiesta

El carismático cantante pasa por España en su definitiva gira de despedida

02 jul 2018 / 19:35 h - Actualizado: 02 jul 2018 / 19:42 h.
"Música"
  • El cantante Ozzy Oszbourne, en una imagen de archivo. / ZUMA Press
    El cantante Ozzy Oszbourne, en una imagen de archivo. / ZUMA Press

El primer milagro que asiste a Ozzy Osbourne (Aston, Birmingham, 1948) es seguir vivo a sus 70 años de temeridades y desenfrenos. Atrás quedan décadas de drogas y alcohol en cantidades suicidas, denuncias de violencia doméstica, tragedias irreparables, arrestos, controversias judiciales y hasta mordiscos a palomas y murciélagos ante las cámaras, todo ello debidamente consignado en sus turbadoras memorias, I am Ozzy. Sin embargo, y aquí llega el segundo milagro, nos atreveríamos a decir que el cantante británico se encuentra, gracias a la providencia, los avances de la medicina y los cuidados de Sharon, su esposa y mánager, en el mejor momento de su carrera. De ello fueron testigos los más de 30.000 espectadores que asistieron el sábado en Madrid, en la tercera jornada del Download Festival, a su concierto de la anunciada gira de despedida, No More Tours 2, pues es la segunda vez que amaga retirarse. Esta dicen, va en serio.

Eran muchos los que, entre bromas y veras, esperaban ver a Ozzy arrastrarse sobre las tablas como un desahuciado al que no le sale la voz del cuerpo. Sin embargo, el artista que se plantó ante el respetable del recinto La Caja Mágica estaba bastante más en forma que el que se dejaba ver, por ejemplo, en los últimos 80. Claro que el fundador de Black Sabbath luce algunos michelines, lleva años moviéndose a pasos cortos –con el lujo de alguna carrerita fugaz por el escenario– y las fuerzas le alcanzan para arrojar –otra marca de la casa– tres o cuatro cubos de agua a las primeras filas. Su coquetería, o tal vez su prudencia, le lleva a prohibir que le hagan fotos durante el concierto, con la excepción de un único fotógrafo autorizado. Sin embargo, sigue teniendo una presencia escénica imponente y su voz, tan personal como siempre, suena mejor que nunca.

Además, su repertorio observa como única estrategia darlo todo de principio a fin: empezar con un clasicazo como Bark at the Moon y seguir con otro himno como Mr. Crowley es de por sí una declaración de intenciones. Continuar alternando temas como I don’t know o Suicide solution con evocaciones a los Sabbath (Fairies wear boots, War pigs) se entiende como un modo de conectar con las distintas generaciones de seguidores que ha ido reclutando durante 40 años como solista. A esas alturas del recital, ha quedado meridianamente claro, por si cupieran dudas, que Osbourne ha sido siempre (con ayuda de sus asesores), entre otras cosas, un maravilloso fichador de talentos. Su lista de colaboradores es mareante: Randy Rhoads, Tommy Aldridge, Randy Castillo, Jake E. Lee, Rudy Sarzo, Jason Newsted, Robert Trujillo, Mike Inez, John Sinclair, Mike Bordin...

En esta gira cuenta con Zakk Wylde a la guitarra, Rob Blasko Nicholson al bajo, Tommy Clufetos a la batería y el joven Adam Wakeman a los teclados. La reunión con Wylde, después de ocho años de distanciamiento, es sin duda uno de los atractivos del espectáculo. Vistiendo falda escocesa y luciendo músculos trabajados y barba vikinga, el músico vuelve a revelarse como el mejor sucesor del llorado Randy Rhoads, por más que su frenético solo tenga algo de atlético más que de expresivo. El resto de la banda funciona a la perfección, con un Clufetos destacado en su papel de martillo pilón sin concesiones, y con las florituras justas.

Sí, Ozzy ha tenido invariablemente a su alrededor elementos de sobra para el lucimiento. Pero los años han pasado, los elencos han bailado, y él sigue ahí, como sus mejores canciones. Solo su voz y su carismática figura se han revelado como imprescindibles. Ya no necesita ponerse hasta las cejas, ni ser el más loco del manicomio: esos galones ya los ganó en muchas batallas, y sobrevivió para contarlo. Las pantallas gigantes a ambos lados de una monumental cruz, la asombrosa luminotecnia, el humo y los watios, todo ayuda, pero un concierto de Ozzy es sobre todo la presencia de esa leyenda viva con ganas, todavía, de hacer rock. Escuchar Crazy train o Paranoid en vivo siguen siendo, al cabo de los años, experiencias estremecedoras para cuantos aman la música pesada, o la música sin más.

El secreto, sí, salta a la vista: también Ozzy ama la música, adora su trabajo. Se divierte como un niño levantando una mano y viendo como varias decenas de miles de gargantas le siguen con una ovación. Le gusta, como buen brujo experimentado, hacer magia durante dos horas. Le gusta hacer bien su trabajo, y aunque su discografía es lógicamente irregular, nadie puede negar que su última entrega de estudio hasta la fecha, Scream (2010) es un álbum soberbio. Ama, en fin, a su público, el que lo sacó de las calles de Aston y de los tiempos en los que el culo le asomaba por los pantalones rotos para convertirlo en una de las mayores fortunas de la industria musical. «¡Os quiero a todos!» es el colofón con que se despide de la multitud, y suena inapelablemente sincero.

Resulta difícil aceptar que a partir de ahora se encarecerá notablemente la posibilidad de ver al cantante en directo, en largas giras mundiales. Pero no es menos cierto que la lógica natural dictamina que Osbourne podría llevar 20 o 30 años muerto, pues lo hizo casi todo para estarlo, y ahí sigue. Sea como fuere, es difícil creer que su retirada sea completa: nadie se marcha en lo mejor de la fiesta.