«Para Mérimée, Carmen era el auténtico diablo»

Tras exprimir el alma de María Antonieta y de Frida en dos libros memorables, el artista francés entra en las entrañas de la ‘Carmen’ de Mérimée para encontrar a una mujer capaz de someter a los hombres. Lo cual, en el siglo XIX, era una auténtica historia de terror

16 dic 2017 / 19:41 h - Actualizado: 16 dic 2017 / 23:46 h.
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{¿Una feminista? ¿Un demonio? ¿Un verdugo o una víctima? La Carmen que novela Prosper Mérimée y que ahora publica Edelvives no tiene nada de tópico sevillano, aunque así lo crean quienes no la han leído. Es puro terror, puro romanticismo, pura fatalidad. Una belleza demoníaca. Benjamin Lacombe ha construido con ella un relato visual de los infiernos del amor.

—¿Cuál es la clave para que cualquier situación sea susceptible de transformarse en un misterio?

—Para mí, en general, lo que más me interesa de los personajes es su perfil psicológico, su bagaje personal. Reflexiono mucho sobre su entorno familiar, por ejemplo, y es así como emana la historia; empieza con ese perfilado psicológico y es ahí como los acontecimientos que tienen lugar en su vida, su bagaje pasado, forjan el presente. Es así como yo construyo mis personajes y mis historias.

—¿Cuándo supo que ya tenía a Carmen, que había dado por fin con la forma de contar visualmente al personaje?

—Diríamos que ha habido dos etapas. El primer momento fue haber descubierto a Carmen a través de la ópera, una ópera fascinante, que tuve ocasión de ver con mi madre; y en segunda instancia, es esta voluntad de abordar la temática de Carmen, porque el libreto de una ópera no se puede ilustrar, simplemente su utiliza para ponerlo en escena, pero no lo puedes ilustrar. Con Madame Butterfly había una novela que se llamaba Madame Crisantemo, de Pierre Loti, muy diferente a la ópera y yo la acometí desde otro punto de vista, hablando desde Pinkerton en primera persona. Y en Carmen sí que teníamos la novela de Mérimée, que era la fuente de inspiración de la ópera. Se trata de una novela francamente interesante que nos cuenta la historia de Carmen como uno de esos personajes icónicos que traspasan tanto la ópera como el relato de un hombre del siglo XIX, la visión de una cultura y un país diferente como España, y hasta el miedo que le podía inspirar una mujer así de libre, así de fuerte. Y me parecía realmente fascinante ilustrar el texto, porque nosotros teníamos visiones opuestas de Carmen. Mérimée, con su visión del siglo XIX, y yo con mi visión de una auténtica feminista.

—En efecto, ha comentado usted abundantemente esa visión de Carmen como feminista, lo cual es curioso, porque el libro la describe como una mujer diabólica, como la esencia del mal.

—Para Mérimée. Para Mérimée. Yo, lo que estoy haciendo, no olvidemos, es ilustrar el texto de Mérimée. Para él, Carmen era el auténtico diablo. Pero la forma en que yo la dibujo no es como un personaje demoníaco, sino como una persona que domina a los otros y que va tejiendo una tela de araña alrededor de ellos. Utilizo esa metáfora de la tela de araña que va recorriendo el libro en su totalidad, con la que va poco a poco construyendo una estructura extremadamente inteligente, incluso atrapando al hombre que se acaba enamorando perdidamente de ella. Pero las dos visiones en cierto modo se acaban fusionando. Hay una narración del texto y hay una narración de las imágenes.

—Sus libros siempre tienen algo de antropológicos. En ellos pretende buscar la ciencia que hay detrás de los mitos, de los personajes y sus historias. Son obras muy trabajadas documentalmente. En el caso de Carmen, ¿era preferible acercarse a ella después de haber estudiado todo el folclore, el estereotipo, el prejuicio, el mito, o es más interesante para un ilustrador acometer el trabajo sin saber nada, más que el texto de la novela?

—Es una combinación de las dos cosas. Es importante documentarse. He viajado en innumerables ocasiones a Sevilla, a Córdoba, tomando fotografías. Ahora precisamente vengo de la Fábrica de Tabacos para ver su empaque en la obra, porque tal era la voluntad del autor. Pero por otro lado, no quiero caer en el folclore. Yo creo, por ejemplo, que la ópera de Bizet es demasiado estereotipada, folclórica, con el ole, ole, el colorido español... y en realidad tengo la sensación de que la obra de Mérimée es mucho más sombría, no tan colorida. Yo la veo como una historia de amor gótico, incluso romántica, como una visión del amor y de la muerte. Con una sombra interior. Sí es cierto que no he escuchado mucho la ópera, porque para mí era importante no tener en cuenta esa interpretación folclórica. Durante cinco años, en concreto, realmente me he empapado de información, información ingente. El abanico, por ejemplo: yo no sabía cómo se cogía el abanico, qué significa si te lo pones así, si te lo pones asá... Es decir, espero haber dado una visión que no sea la de un francesito que viene y da la interpretación de España desde su posición francesa o etnocentrista. Quiero no haber hecho eso.

—Es cierto. Cabía esperar de su libro una rendición al tópico colorista, con mucho sol, mucho clavel en los labios, y en lugar de eso lo que hay es un acto de osadía que cambia todo eso por oscuridad, sangre, rojo y negro, cielos encendidos... ¿Fue una decisión difícil de tomar?

—Fue difícil porque siempre es difícil oponerse a lo que espera el público de ti. Muchas veces, dicen ah, es que así no son los gitanos, o incluso te dicen es demasiado guapa para ser gitana. Y yo les respondo: hay que ver, parecéis Mérimée, vosotros, puros racistas. Porque hay gitanos con los ojos azules, gitanos rubios... Para mí, Carmen es una mujer inalcanzable. Me inspiraron tres mujeres en concreto para la creación de Carmen [dos actrices, Paz Vega y Penélope Cruz, y una amiga parisina del ilustrador] porque una solo no conseguía hacerlo. Pero fue muy difícil. Hay una escena, la escena de seducción, donde sí, mira [y tomando el volumen enseña la ilustración, la única verdaderamente castiza del libro, con su calle sevillana, su flor, su tópico de la mujer andaluza]. Lo que esperábamos. Pero el resto es el retrato interior de Carmen, que no es un personaje para nada luminoso, al contrario: es muy tenebroso.

—Muchas veces el terror en una historia no lo produce el monstruo, sino la víctima. En este caso, don José. ¿Qué le parece como personaje?

—Es que él es lo opuesto a Carmen. Se acaba marchitando. Cambia. Ella al principio lo llama mi pequeño canario, mi rubito, era tan angelical... y poco a poco va cambiando, va endureciéndose, alterando sus gestos, y se convierte en un bandido. Carmen lo maneja como un juguete y cuando ya está roto no lo quiere.

—Como ilustrador, ¿qué fue lo que más le atrajo de la historia?

—Verdaderamente, el personaje de Carmen en sí mismo. Y también la metáfora del amor. Cómo podemos estar consumidos por el amor. El amor es también un riesgo, es decir, llega incluso a rozar la locura. Don José acabaría quemándose por el amor; es Carmen quien maneja el amor.

—Y a usted, que tantas veces ha ilustrado el misterio, el mal, la fatalidad... ¿qué opinión le merecen todas esas cosas? ¿Cree usted en lo demoníaco, por ejemplo?

—Uno tiene a menudo una tendencia a decir qué horror, las brujas, esta mujer es un demonio. A mí lo que me interesa son los personajes sobre los que se pone ese sello negativo. Cuál ha sido el trasfondo. No tiene ningún interés un personaje al que no le pasa nada, con una vida totalmente protegida. Entonces, por ejemplo, en Genealogía de una bruja con Sébastien Perez [Edelvives], nos interesaba saber qué les había llevado a ser tan malas, cuando eran víctimas realmente. Ellas cambian porque es la vida la que las ha acabado quebrando. Eso es lo que le pasa a Carmen, que utilizando las herramientas que estaban a su disposición, su belleza, su inteligencia, se convierte en alguien fuerte en un mundo de hombres del siglo XIX, en el que intenta simplemente sobrevivir.

—Es curioso. Al final del libro, se dibuja usted a sí mismo con ocho brazos, como la araña que utiliza para la metáfora de Carmen. ¿A qué se debe? ¿Es para decir que también usted comparte algo con ella?

—Es un retrato que expresa que estoy en muchos proyectos inmerso al mismo tiempo, je, je. En una de las editoriales francesas me decían que era como un pulpo, imagínate, con un montón de trabajos al mismo tiempo. Esta vez me habían pedido que hiciera un retrato de mí mismo, qué desagradable, yo odio mi imagen, y digo: bueno, por lo menos que tenga un toque gracioso.

—Un toque gracioso para rematar lo que en realidad es un libro de terror.

—Es verdad. Exactamente. Porque la imagen de Carmen de la ópera de Bizet es solo ayayay y una música que es publicidad. Carmen es un icono. A veces nos distraemos con el tipismo y nos olvidamos del calado de la obra originaria.

¿Una feminista? ¿Un demonio? ¿Un verdugo o una víctima? La Carmen que novela Prosper Mérimée y que ahora publica Edelvives no tiene nada de tópico sevillano, aunque así lo crean quienes no la han leído. Es puro terror, puro romanticismo, pura fatalidad. Una belleza demoníaca. Benjamin Lacombe ha construido con ella un relato visual de los infiernos del amor.

—¿Cuál es la clave para que cualquier situación sea susceptible de transformarse en un misterio?

—Para mí, en general, lo que más me interesa de los personajes es su perfil psicológico, su bagaje personal. Reflexiono mucho sobre su entorno familiar, por ejemplo, y es así como emana la historia; empieza con ese perfilado psicológico y es ahí como los acontecimientos que tienen lugar en su vida, su bagaje pasado, forjan el presente. Es así como yo construyo mis personajes y mis historias.

—¿Cuándo supo que ya tenía a Carmen, que había dado por fin con la forma de contar visualmente al personaje?

—Diríamos que ha habido dos etapas. El primer momento fue haber descubierto a Carmen a través de la ópera, una ópera fascinante, que tuve ocasión de ver con mi madre; y en segunda instancia, es esta voluntad de abordar la temática de Carmen, porque el libreto de una ópera no se puede ilustrar, simplemente su utiliza para ponerlo en escena, pero no lo puedes ilustrar. Con Madama Butterfly había una novela que se llamaba Madame Crisantemo, de Pierre Loti, muy diferente a la ópera y yo la acometí desde otro punto de vista, hablando desde Pinkerton en primera persona. Y en Carmen sí que teníamos la novela de Mérimée, que era la fuente de inspiración de la ópera. Se trata de una novela francamente interesante que nos cuenta la historia de Carmen como uno de esos personajes icónicos que traspasan tanto la ópera como el relato de un hombre del siglo XIX, la visión de una cultura y un país diferente como España, y hasta el miedo que le podía inspirar una mujer así de libre, así de fuerte. Y me parecía realmente fascinante ilustrar el texto, porque nosotros teníamos visiones opuestas de Carmen. Mérimée, con su visión del siglo XIX, y yo con mi visión de una auténtica feminista.

—En efecto, ha comentado usted abundantemente esa visión de Carmen como feminista, lo cual es curioso, porque el libro la describe como una mujer diabólica, como la esencia del mal.

—Para Mérimée. Para Mérimée. Yo, lo que estoy haciendo, no olvidemos, es ilustrar el texto de Mérimée. Para él, Carmen era el auténtico diablo. Pero la forma en que yo la dibujo no es como un personaje demoníaco, sino como una persona que domina a los otros y que va tejiendo una tela de araña alrededor de ellos. Utilizo esa metáfora de la tela de araña que va recorriendo el libro en su totalidad, con la que va poco a poco construyendo una estructura extremadamente inteligente, incluso atrapando al hombre que se acaba enamorando perdidamente de ella. Pero las dos visiones en cierto modo se acaban fusionando. Hay una narración del texto y hay una narración de las imágenes.

—Sus libros siempre tienen algo de antropológicos. En ellos pretende buscar la ciencia que hay detrás de los mitos, de los personajes y sus historias. Son obras muy trabajadas documentalmente. En el caso de Carmen, ¿era preferible acercarse a ella después de haber estudiado todo el folclore, el estereotipo, el prejuicio, el mito, o es más interesante para un ilustrador acometer el trabajo sin saber nada, más que el texto de la novela?

—Es una combinación de las dos cosas. Es importante documentarse. He viajado en innumerables ocasiones a Sevilla, a Córdoba, tomando fotografías. Ahora precisamente vengo de la Fábrica de Tabacos para ver su empaque en la obra, porque tal era la voluntad del autor. Pero por otro lado, no quiero caer en el folclore. Yo creo, por ejemplo, que la ópera de Bizet es demasiado estereotipada, folclórica, con el ole, ole, el colorido español... y en realidad tengo la sensación de que la obra de Mérimée es mucho más sombría, no tan colorida. Yo la veo como una historia de amor gótico, incluso romántica, como una visión del amor y de la muerte. Con una sombra interior. Sí es cierto que no he escuchado mucho la ópera, porque para mí era importante no tener en cuenta esa interpretación folcórica. Durante cinco años, en concreto, realmente me he empapado de información, información ingente. El abanico, por ejemplo: yo no sabía cómo se cogía el abanico, qué significa si te lo pones así, si te lo pones asá... Es decir, espero haber dado una visión que no sea la de un francesito que viene y da la interpretación de España desde su posición francesa o etnocentrista. Quiero no haber hecho eso.

—Es cierto. Cabía esperar de su libro una rendición al tópico colorista, con mucho sol, mucho clavel en los labios, y en lugar de eso lo que hay es un acto de osadía que cambia todo eso por oscuridad, sangre, rojo y negro, cielos encendidos... ¿Fue una decisión difícil de tomar?

—Fue difícil porque siempre es difícil oponerse a lo que espera el público de ti. Muchas veces, dicen ah, es que así no son los gitanos, o incluso te dicen es demasiado guapa para ser gitana. Y yo les respondo: hay que ver, parecéis Mérimée, vosotros, puros racistas. Porque hay gitanos con los ojos azules, gitanos rubios... Para mí, Carmen es una mujer inalcanzable. Me inspiraron tres mujeres en concreto para la creación de Carmen [dos actrices, Paz Vega y Penélope Cruz, y una amiga parisina del ilustrador] porque una solo no conseguía hacerlo. Pero fue muy difícil. Hay una escena, la escena de seducción, donde sí, mira [y tomando el volumen enseña la ilustración, la única verdaderamente castiza del libro, con su calle sevillana, su flor, su tópico de la mujer andaluza]. Lo que esperábamos. Pero el resto es el retrato interior de Carmen, que no es un personaje para nada luminoso, al contrario: es muy tenebroso.

—Muchas veces el terror en una historia no lo produce el monstruo, sino la víctima. En este caso, don José. ¿Qué le parece como personaje?

—Es que él es lo opuesto a Carmen. Se acaba marchitando. Cambia. Ella al principio lo llama mi pequeño canario, mi rubito, era tan angelical... y poco a poco va cambiando, va endureciéndose, alterando sus gestos, y se convierte en un bandido. Carmen lo maneja como un juguete y cuando ya está roto no lo quiere.

—Como ilustrador, ¿qué fue lo que más le atrajo de la historia?

—Verdaderamente, el personaje de Carmen en sí mismo. Y también la metáfora del amor. Cómo podemos estar consumidos por el amor. El amor es también un riesgo, es decir, llega incluso a rozar la locura. Don José acabaría quemándose por el amor; es Carmen quien maneja el amor.

—Y a usted, que tantas veces ha ilustrado el misterio, el mal, la fatalidad... ¿qué opinión le merecen todas esas cosas? ¿Cree usted en lo demoníaco, por ejemplo?

—Uno tiene a menudo una tendencia a decir qué horror, las brujas, esta mujer es un demonio. A mí lo que me interesa son los personajes sobre los que se pone ese sello negativo. Cuál ha sido el trasfondo. No tiene ningún interés un personaje al que no le pasa nada, con una vida totalmente protegida. Entonces, por ejemplo, en Genealogía de una bruja con Sébastien Perez [Edelvives], nos interesaba saber qué les había llevado a ser tan malas, cuando eran víctimas realmente. Ellas cambian porque es la vida la que las ha acabado quebrando. Eso es lo que le pasa a Carmen, que utilizando las herramientas que estaban a su disposición, su belleza, su inteligencia, se convierte en alguien fuerte en un mundo de hombres del siglo XIX, en el que intenta simplemente sobrevivir.

—Es curioso. Al final del libro, se dibuja usted a sí mismo con ocho brazos, como la araña que utiliza para la metáfora de Carmen. ¿A qué se debe? ¿Es para decir que también usted comparte algo con ella?

—Es un retrato que expresa que estoy en muchos proyectos inmerso al mismo tiempo, je, je. En una de las editoriales francesas me decían que era como un pulpo, imagínate, con un montón de trabajos al mismo tiempo. Esta vez me habían pedido que hiciera un retrato de mí mismo, qué desagradable, yo odio mi imagen, y digo: bueno, por lo menos que tenga un toque gracioso.

—Un toque gracioso para rematar lo que en realidad es un libro de terror.

—Es verdad. Exactamente. Porque la imagen de Carmen de la ópera de Bizet es solo ayayay y una música que es publicidad. Carmen es un icono. A veces nos distraemos con el tipismo y nos olvidamos del calado de la obra originaria. ~