No cabe duda de que el joven británico Benjamin Grosvenor es un buen pianista. Los éxitos cosechados sobre el escenario y en su aún corta discografía lo avalan. Lo mínimo que cabía esperar por lo tanto era un dominio técnico absoluto y una gran habilidad para moverse por el teclado, como quedó ampliamente demostrado en este concierto. Es en el terreno expresivo donde esta agilidad quedó a nuestro juicio más limitada.

Lo que más llama la atención es su capacidad de concentración. Se zambulle en el teclado mirándolo ensimismado y buscando un lenguaje propio, distinto y original que defina su pianismo y le dé una entidad propia. Se esfuerza por transmitir, jugando con las posibilidades expresivas del instrumento, marcando contrastes y dinámicas, queriendo decir cosas que no afloran y se quedan en mera epidermis fruto más de impostura que de sinceridad. Tiempo tendrá de ir perfilando esa ambición, pero de momento su capacidad para emocionar se nos antoja algo corta.

Impregnado en todo momento de un carácter apesadumbrado y melancólico, su Rameau estuvo más cerca del romanticismo casi impresionista de Saint-Saëns, que publicó su transcripción para piano. La Chacona de Bach según Busoni sonó contundente y matizada, pero no suficientemente dramática; con Franck sin embargo se mostró muy sensible para las texturas, con pianissimi cautivadores y una estética muy lisztiana. Tras un Chopin a ratos caprichoso y acelerado siguió un Granados de nuevo atento, íntimo, muy melódico y por fin desenfadado en El Pelele, apéndice de las celebradas Goyescas.