Aunque los libros de la editorial Nórdica siempre guardan un secreto, por alguna extraña razón se iba postergando la lectura de estos Corazones de gofre escritos por Maria Parr (así, sin tilde, que para eso es escandinava) e ilustrados por la polaca Zuzanna Celej, dos jóvenes y premiadas autoras contra las que no cabía la menor prevención. Había cierto prejuicio por ahí flotando. Y ni siquiera el excelente recuerdo de Tania Val de Lumbre, un libro realmente bueno, bastaba para disipar esa especie de bruma de pereza que disuadía de emprender la lectura. Probablemente, la razón estuviese en haber relacionado este libro de 166 páginas salpicado con preciosas y frías acuarelas (fieles al destemplado paisaje noruego) con una especie de franquicia a lo Astrid Lindgren y a estos niños, Theo y Lena, con la versión siglo XXI de aquella incomparable Pippi Calzaslargas y sus amigos (reeditada, por cierto, no hace mucho con todas las historias). Fue un error, claro. Corazones de gofre es un libro que los niños deben leer. Incluso fuera de ese tiempo en el que todos piensan que deben hacerlo, que es la Navidad y alrededores. Entre otras cosas, porque enseña algunas facetas imprescindibles del dolor sobre las que el común de los relatos infantiles pasan de puntillas.

Aparentemente, todo es de lo más normal: Lena y Theo son vecinos y viven en una pequeña bahía noruega llamada Terruño Mathilde, razones de más para que por el libro asomen toda clase de parientes singulares, juegos temerarios, situaciones ridículas y extraordinarios episodios, amén de los susodichos gofres de la tía abuela, tan calentitos y tal. Pero el libro tiene varias cosas que dejan boquiabierto: la omnipresente tristeza, para empezar, y cómo se tramita eso cuando uno es un niño: la tristeza por la muerte de los mayores, por la pérdida de los amigos, por la soledad de quien siente no ser correspondido (no en el amor: en cualquier cosa, en la amistad, en la confianza, en la hondura...). Este es un libro donde niños de nueve años sufren los inmensos e incomprendidos dolores de su edad, donde padecen sus horripilantes tragedias, y donde, además, juegan, inventan y hacen lo posible por ser felices y sobreponerse a los cambios que van haciendo añicos su inocencia. Es un libro donde, ¡sorpresa!, también tiene su sitio la fe. ¡Y la cristiana, nada menos, con lo mal vista que parece estar desde hace décadas en el género! Una obra, atentos, donde el abuelo vive en el sótano. Sin duda, los sótanos de las familias residentes en las costas de Escandinavia no tienen nada que envidiar a un buen bungalow español, pero ahí queda el asunto.

Mirando entre las novedades editoriales que, de algún modo, vayan más allá de los clásicos cuentos confortables, uno no tarda en encontrar además este otro tipo de obras que aceptan, con valentía y no poco riesgo, que los niños no son una panda de tontainas a los que se entretiene con tres colorines y una historieta, sino personas cuyos sufrimientos (para quien guste recordar) son tan abundantes como espantosos, y que asisten solitarios al derrumbe de su mundo. Un error que pasa factura. La semana pasada, la Federación de Gremios de Editores de España daban a conocer el barómetro de la lectura en nuestro país y, entre otros muchos datos, llamaba la atención el siguiente: el 99,6 por ciento de los niños de entre 10 y 14 años y el 92 por ciento de los niños y jóvenes con edades comprendidas entre 15 y 18 años son lectores de libros... pero a partir de los 15 años se reduce la proporción de lectores frecuentes, el 54,8 por ciento de los jóvenes, frente al 78,9 por ciento de los niños entre 10 y 14 años. Por alguna razón, llega un momento en que muchos de los niños más mayorcitos dejan de sentirse concernidos por los libros.

En ese revoloteo por la mesa de novedades de la librería aparecen dos títulos que van en consonancia con todo esto. Uno es de la editorial Kalandraka, lo firma Tomi Ungerer y se titula Allumette. Primeras palabras de esta obra: Tanto en verano como en invierno, en primavera como en otoño, Allumette se vestía con harapos. No tenía ni casa ni familia. Allumette se alimentaba de desechos que encontraba en los cubos de basura, se refugiaba en portales y dormía en coches abandonados. Se ganaba la vida vagando por la ciudad, vendiendo cerillas que nadie quería. Si esto no es resucitar a Charles Dickens para pedirle que ponga orden en asunto de libros infantiles. Pero claro, alguien podrá decir que un autor nacido en los años treinta del siglo pasado ya puede ser clásico (aparte de multipremiado, caso de este auténtico astro que es el ilustrador francés, de 87 años). Pero es que Kalandraka está devolviendo a la vida con un éxito descomunal tanto las obras de Ungerer como las de Maurice Sendak, el llorado Gabrielle Vincent (aún está calentito en las librerías Ernesto y Celestina han perdido a Simeón, extraordinario), Arnold Lobel (uno de los libros más solicitados en las librerías consultadas este invierno ha sido su Saltamontes va de viaje, y no cuesta creerlo en absoluto), por no hablar del propio Dickens ilustrado por ese fuera de serie que es el veteranísimo Roberto Innocenti, entrevistado no hace mucho en estas páginas. Algo está cambiando en los libros infantiles, y todo apunta a que ese algo es la revalorización de un pasado que no hablaba a los niños como si fueran tontos.

Cerdo cerdo

Todo el mundo sabe de lo que se habla cuando se dice que a los niños de cualquier edad siempre les gusta aparentar que son mayores, que se avergüenzan generalmente de que los demás los traten como si fueran pequeños. También es común esa emoción de los padres (tan contradictoria con lo anteriormente descrito) de considerar que sus hijos siempre serán unos niños para ellos. Pues bien, ambas ideas conviven de la forma más sencilla y entrañable en este cuento para los más chicos de la casa lanzado por la editorial A Buen Paso, que viene firmado por el sevillano Juan Arjona y la ilustradora Cristina Spanò bajo el título Cerdo cerdo. Este libro también tiene su pequeña historia triste detrás, aunque de otro modo: iba a salir publicado antes de Navidad, pero un problema con la impresión dio al traste con esa idea inicial de aventurarse a las librerías justo cuando más cuentos infantiles se compran. Sería una lástima que los padres dejasen pasar por alto este libro por el simple hecho de que ya no sea Navidad, de modo que aquí queda destacado para la primera ocasión que se presente.