¿Qué pasa con los nuevos cómics?

Los nuevos cómics son una cosa muy seria. Ya no se los lleva la gente al váter ni tienen manchurrones de tomate. Ahora quieren ser –y muchos lo consiguen– una lectura culta

16 jun 2017 / 18:29 h - Actualizado: 16 jun 2017 / 20:14 h.
"Cómic"
  • ‘Luces nocturnas’.
    ‘Luces nocturnas’.
  • ‘Carlitos Fax’.
    ‘Carlitos Fax’.
  • ‘Aventuras de un oficinista japonés’.
    ‘Aventuras de un oficinista japonés’.
  • ‘Cosmonauta’.
    ‘Cosmonauta’.

Descojonante desde la primera línea hasta la última viñeta, Carlitos Fax es uno de esos títulos que hacen amar el cómic a quienes todavía conservan alguna reticencia. No se puede decir lo mismo de todos; ni siquiera de todos los que llevan –como esta joya– el sello de Astiberri, que es la gran referencia española de este género y por ello mismo la que más riesgos asume. Porque por muchos premios que haya obtenido una obra, por muchos halagos que le haya dedicado la crítica especializada, por mucha arquitectura semiótica que se le quiera encontrar al asunto y por mucha ambición de epatar que tengan los autores, toda historieta –o novela gráfica, que viste más– es un melón por calar. Ya lo decía hace unos meses en el libro Panorama, la novela gráfica española hoy –también de la editorial bilbaína, por cierto– el escritor Santiago García, toda una autoridad en la materia. Aunque en principio se refería al producto nacional, sus palabras son claramente extensibles al resto: «La novela gráfica no es solo un estilo», explica el autor de la impagable ¡García!, quien encuentra en los nuevos títulos «un rango amplísimo y lleno de contrastes, del blanco y negro seco al color exuberante, del trazo primitivo a la filigrana sofisticada», y ese derroche de modalidades afecta también a los temas, a los enfoques, a los intereses, a las perspectivas, a todo. Los corsés se han ido todos a la porra. «Cuando abrimos una novela gráfica, nunca sabemos lo que vamos a encontrarnos».

Aun así, el cómic cuenta con una ventaja sobre otros géneros; una prerrogativa que se podría calificar como el factor visceral. Puede ser que para ello le haya venido de perlas su carácter popular, ese presunto hándicap de haber sido considerado siempre como un arte muy menor. En el absolutamente recomendable libro Cómic, arquitectura narrativa, publicado por Cátedra, Enrique Bordes parte de esa misma idea: «Conozco poca gente cercana al medio del cómic que, como yo, no lo haya cultivado como una pasión personal y vinculada a una relación que se remonta a la infancia», lo cual «condiciona una inclinación totalmente subjetiva». Pero ojo, porque esto también tiene su poquito de doble filo: no hay nada más fácil de decepcionar que una inclinación totalmente subjetiva.

Carlitos Fax todavía no lleva un mes en las librerías –iba a decir en los quioscos, qué lapsus– y ya se puede valorar como uno de los grandes aciertos de la temporada. Camuflado bajo la estética y el estilo aparentes de los tebeos infantiles de toda la vida, como aquellos lejanos de Bruguera y tantos otros de la misma quinta, esta ocurrencia escrita y dibujada por el catalán Albert Monteys contiene una frescura gráfica, un descaro, una franqueza, una ironía y una crítica social que ya quisieran otros que van de vanguardistas sin detenerse a averiguar si se merecen semejante distinción. El libro contiene todas las páginas de la serie publicada originalmente en la revista Míster K, que fue el tebeo que estuvieron sacando los de El Jueves hasta hace unos años. Uno sabe que está ante algo especial cuando el mismo Monteys, en las primeras viñetas, cuenta con muchísima gracia que hay que ser capullo y estar agobiado de trabajo para elegir nada menos que un fax como protagonista de una serie de historietas ambientadas en el siglo XXXI –dentro de justamente mil años, en 3017–, estando ya desfasado como aparato desde hace dos décadas. A partir de ahí, se suceden las divertidas peripecias de este robot humanoide del periódico La Voz de Andrómeda deseoso de destacar a cualquier precio como reportero de calle.

Otro que lo borda en Astiberri es Pep Brocal con su obra publicada en marzo y titulada Cosmonauta, que Álex de la Iglesia describe como «un cuento sólido y terrible sobre la condición humana, de una profundidad y sencillez apabullantes, como las grandes obras maestras». Es pronto para decir tal cosa, pero ciertamente Cosmonauta es un pedazo de historia como un camión, resuelta con tanta facilidad gráfica y narrativa que uno se pregunta si de verdad le están contando lo que le están contando. Se trata del cuaderno de bitácora de Héctor, un pobre desgraciado que, junto a otros miles de humanos, viajeros del espacio a una velocidad que ya hubiese querido la luz cuando era joven, participa en el experimento a vida o muerte de salir a los confines del universo a encontrar remedio al fin de la vida sobre la Tierra, mientras va contando su historia por el camino. Cualquier resistencia ante el estilo aparentemente demasiado sencillo del dibujo cae hecha añicos a las pocas páginas. Una pasada.

Para los más jóvenes, las mejores novedades de las últimas semanas en Astiberri son Luces nocturnas, de Lorena Álvarez; y Waluk, la gran travesía, de Emilio Ruiz y Ana Miralles. La primera es un derroche de colorido e ingenio al servicio de la idea del poder de la imaginación y de la creatividad. La segunda es un emotivo viaje de dos osos polares, uno joven y otro viejo, en busca de un lugar donde vivir. Pero sobre todo, de esta editorial hay que comentar dos títulos que contribuyen a explicar el estado actual del cómic y a intuir qué es lo que se nos viene encima. Uno de ellos es Un noruego en el Camino de Santiago, de Jason. Probablemente, nunca se haya contado más torpemente y con menos gracia y sensibilidad esa experiencia, narrada con un injustificado estilo de fábula donde los personajes son animales antropomorfos, el dibujo es torpe y gélido y el sentido de la narración tiene tanto pulso como Drácula después de tomarse una tila. Puro tedio. Por mucho que desde Le Monde des Livres se destaque su «humor sobrio» (llámelo sobrio, llámelo inexistente) y «un impecable sentido de la elipsis» que más bien diríase bastante pecable. La afirmación del autor de que para celebrar su 50º cumpleaños decidió probar la experiencia del Camino de Santiago, porque «era eso o comprarme un porsche», deja ver cierto tonillo pretencioso, de esos que tan bien tira por tierra Scott McCloud en Reinventar el cómic (Planeta Cómic) cuando dice que pasar de la grapa al libro, como ha hecho el tebeo, implica una búsqueda de la posteridad que debería estar justificada. Está muy bien usar animalitos como protagonistas en obras dizque serias: pasa en la descomunal Siete vidas, de Josep María Beà (también de Astiberri) y en la brutal y venerada Maus, de Art Spiegelman (Random House), que representa a los judíos como ratones y a los nazis como gatos. Pero el recurso por sí mismo no produce genialidad, por mucho que sea un estilo propio. O como dice McCloud: «El mero uso de metáforas visuales no basta para generar subtextos en la ficción».

Para cómic de calidad, ocurrente, inteligente y vanguardista, el que ahora reedita el sello vasco de la obra premiada en el Salón del Cómic de Barcelona en 2012: Aventuras de un oficinista japonés, de José Domingo. Tan distinto y tan fresco es todo que en esta edición se incluye una guía de lectura... ¡para leer después que el libro!, y que explica los sentidos y los miles de detalles que lo pueblan, para facilitar su comprensión e invitar a empezar de nuevo por la primera página. Esta sí que es una obra de tomo y lomo, es decir, destinada a sobrevivir a su tiempo y a marcar caminos. Pero es el lector quien finalmente tiene que decidir por dónde tira. En eso, por fortuna, el cómic no ha cambiado.