En la nueva cinta de Zvyagintsev se repite un doble plano narrativo, la historia que nos cuenta, con fuerza suficiente para suscitar interés por encima de mensajes subliminales más o menos evidentes, y la realidad social que pretende retratar. Echando mano de su proverbial elegancia a la hora de rodar, el director de Leviatán y Elena ambienta esta terrible historia de egoísmo y paternidad irresponsable en las nuevas clases adineradas rusas, dejando bien claro la permanente inadaptación de la antigua Unión Soviética a un capitalismo exacerbado, y la pérdida preocupante de valores que ese cambio radical y mal enfocado ha acarreado. La dolorosa historia de una pareja destrozada por la ausencia de amor y respeto, y cómo eso repercute en su único hijo hasta derivar en una tragedia fácilmente identificable en la siempre más cruel realidad, sirve para tejer una intriga extraordinaria, creciente y llena de misterio, mientras el director va desgranando ante nosotros una serie de pistas que tendemos a confundir con la trama, pero que quizás se relacionan más con ese retrato despiadado que está haciendo de una realidad tan fría como el clima en el que habitan sus cada vez más egoístas moradores. El materialismo más extremo, frente a una paulatina falta de sentimientos y una creciente ambigüedad moral, simbolizan en la estilizada película de Zvyagintsev la incapacidad de todo un pueblo para afrontar sus peores males y acabar con sus propios fantasmas, que podrían ser entre otros la represión en Ucrania o la cohabitación entre gente extremadamente rica y superficial, móvil siempre en mano, y la que subsiste a fuerza de continuo sacrificio. Un discurso que sirve para todos y todas nosotras y sobre el que el excelente director nos avisa ante la posibilidad de un futuro cada vez más aterrador, de la mano de una cada vez más amenazante y presente política de extrema derecha.
EFA. Rusia-Francia 2017 128 min.
Dirección: Andrey Zvyagintsev
Intérpretes: Maryana Spivak, Aleksey Rozin, Matvey Novikov, Marina Vasilyeva