Reíd, reíd hasta que tengáis pesadillas

Libros del Zorro Rojo publica ‘Acostarse con la reina y otras delicias’, de Roland Topor y Pat Andrea. Pura perturbación

28 mar 2017 / 17:12 h - Actualizado: 07 feb 2017 / 11:26 h.
"Libros"
  • Ilustración de Pat Andrea para la cubierta de ‘Acostarse con la reina y otras delicias’, de Topor. / El Correo
    Ilustración de Pat Andrea para la cubierta de ‘Acostarse con la reina y otras delicias’, de Topor. / El Correo

El relato comienza así: Un autobús con niños de una escuela se ha caído por un barranco. Hay varios niños muertos; otros están heridos de gravedad. El conductor yace sobre el volante, con el pecho destrozado. El maestro, el señor Laurent, decide dar la clase mientras esperan los servicios de socorro. Lo que sucede a continuación... bien, podría decirse que es de todo –ácido, tétrico, cómico, patético y otras cuantas esdrújulas terribles– menos entrañable. Se trata de La clase en el abismo, una de las 43 piezas del inefable Roland Topor (1938-1997) que conforman la antología Acostarse con la reina y otras delicias, publicada por Libros del Zorro Rojo con ilustraciones de Pat Andrea. La obra ideal para lectores de cama que estén desando no pegar ojo en toda la noche mientras se parten de risa.

Perturbador: esa es la palabra. No tuvieron que esforzarse mucho Topor y Andrea para conseguirlo, siendo ambos auténticos maestros –cada uno en su estilo– en el arte de lo desquiciado. El ilustrador holandés, que con apenas veinte años ya paladeaba el veneno de la fama, trabaja con figuras espasmódicas –de nuevo las esdrújulas–, con composiciones que lo mismo parecen sugerir un collage terrorífico y antinatural que una perversión de adolescente llena de lascivia y de blasfemia. Y en esta ocasión, para acompañar los textos de su antiguo colega fallecido hace dos décadas, ha tirado sobre todo de pluma y tinta china, haciendo encajes de bolillos como suele decirse para ir a la esencia del asunto sin dejarse arrastrar por las imágenes que ya de por sí sugieren estos relatos tremendamente gráficos.

Por lo que hace a las historias, el traductor de la obra, Juan Gabriel López Guix, explica que estos relatos «constituyen una buena muestra del humor toporiano» en los que a través de lo corrosivo y lo descarnado se asiste «a la irrupción en lo cotidiano del caos, la confusión y la crudeza, con los consiguientes efectos desestabilizadores sobre la identidad y el individuo. Sus cuentos, intensos promotores de desasosiego, acaban formando una colección de perlas pesadillescas». No es mal resumen de lo que aguarda al lector a lo largo de este paseo tan desternillante como chocante por episodios que compensan cualquier carcajada que se emita al leerlos con un buen hachazo en la sensibilidad. No en vano, como señala oportunamente el traductor, Topor significa hacha en polaco, el idioma de sus padres, quienes siendo Roland apenas un chiquillo tuvieron que poner pies en polvorosa y vivir ocultos de los nazis en Saboya. Es probable que fuese entonces cuando el a la postre cineasta, escritor, dibujante, actor y otras cuantas cosas se hiciera fan de la muerte como argumento, desarrollado a través de las más variopintas situaciones sadomasoquistas imaginables. Que unas veces se cuentan de forma más breve y otras con más detalle. Como ejemplo de lo primero está El accidente, en el que Jesús, caminando por el lago Tiberíades, no ve una cáscara de plátano y se desnuca contra la cresta de una ola. Más extenso es A escondidas, pongamos por caso: el drama de tres alpinistas que se pierden en la montaña y que mientras esperan socorro empiezan a comerse la pierna congelada del pobre Phil, el que peor suerte ha corrido de entre ellos, sin que nadie pueda imaginar cómo concluye la cosa. Al principio, el afectado protesta airadamente destacando la inhumanidad de lo que han comenzado a hacer sus colegas sin que él se dé cuenta, pero enseguida le plantan cara: «¡Inhumano, inhumano, eso se dice muy rápido! ¡Bien que sueles comerte las uñas!», le espetan cuando se queja de que se están comiendo su pantorrilla helada con premeditación, nocturnidad y alevosía. Cómo puede uno partirse con estas cosas (que siempre van a peor) es algo que solo la genialidad de Topor puede explicar con la suficiente indulgencia y sin que salten los demonios de lo políticamente incorrecto en los sanedrines de la nueva ética social.

En Mal público, el protagonista del cuento, con mucho disgusto, llega tarde al concierto de un afamado pianista italiano y lo que cree una ovación espectacular como nunca ha habido otra es que están abofeteando al virtuoso. Esta es la filosofía de esta narrativa chocante que consiste en mezclar con delicadeza de orfebre el horror y el humor. En el libro se cuenta que a Topor no le hacía gracia, por cierto, la palabra humor; decía que «si hablamos del humor estamos forzados aún a hablar de algo inglés». «No me interesa el humor: me interesa lo burlesco, lo grotesco».

Topor y Andrea compartían ciertos rasgos de carácter artístico y la peculiaridad de formar parte de dinastías artísticas, como explica Marie Binet en el epílogo de Acostarse con la reina y otras delicias. Esa afinidad fue el elemento que los acercó en un café parisino y les hizo colaborar en una exposición en La Haya titulada Padres e hijos. Hoy, Pat Andrea dice que es «un honor» ilustrar los relatos del corrosivo parisino, que son pura literatura sin riendas y sin tapujos, sin vergüenza y sin explicaciones. Para quien pueda soportarla.