El título es Rosas de plomo (Stella Maris), el subtítulo dice el resto: Amistad y muerte de Federico y José Antonio. Un extenso ensayo en el que el malagueño –y sevillano de adopción– Jesús Cotta argumenta la amistad entre Lorca y Primo de Rivera antes de ser «convertidos en iconos de Españas contrarias».
—Define a Lorca como El Poeta, y a José Antonio como El Caballero. ¿Por qué éste último apodo?
—Era una persona de carácter muy noble, capaz de encontrar el mérito y la verdad en cualquiera, sea del bando que sea. No era sectario. Podía haberse dedicado al galanteo de salones, pero se enfangó hasta el gañote en una aventura política que sabía que lo iba a matar. No fue un ideólogo fue un idealista.
—¿Es suficiente el testimonio de Celaya para certificar que ambos fueron amigos?
—Los que niegan la amistad lo hacen por razones ideológicas, pero Celaya, Rosales y otros testimonios secundarios señalan que Lorca y josé Antonio coincidían antes del 35 todos los viernes en sendas tertulias, contiguas y simultáneas, del café Lyon. Y que José Antonio pide al rapsoda González Muñoz que le recite algo de Lorca, «que tengo hambre de él». En ese contexto se conocieron, y hay muchos candidatos para presentarlos: el principal, Carlos Morla Lynch.
—¿Cómo asumir que Lorca fuera amigo del inspirador de sus verdugos?
—No hay contradicción. José Antonio funda un partido muy ecléctico, que quería aglutinar lo mejor de la izquierda (la revolución social) y de la derecha (la religiosidad y la patria). Tras la guerra, la que triunfa no es la Falange, sino la reacción.
—Insiste en el catolicismo de Lorca. ¿En qué se basa?
—Su gran problema es el miedo a la muerte, y lo conjura con tres elementos: la belleza, el amor y la trascendencia, que se confunden en él. Uno lee los Romances sonámbulos y ve en cierto modo a un místico. Pero la religiosidad de Lorca es libre, sensual. Lo que defien a alguien como católico es la virgen y la eucaristía, y él es mariano y eucarístico. Nadie pondría en duda su catolicismo si no fuera porque nos han hecho creer que era izquierdista, pero el sentía grima por la política. se definía como católico-comunista-libertario-anarquista-tradicioanlista-monárquico. Nada de eso y todo a la vez.
—¿No pasa de puntillas sobre su homosexualidad?
—Hablo más bien de epentismo, como decía él. Y mira, uno de los alicientes de José Antonio es que reconoció públicamente su deseo de conocer a Federico, a pesar de los prejuicios de la época. Lorca en cambio ocultó su simpatía, por la tremenda presión de sus amigos izquierdistas, Alberti y Neruda sobre todo. Por eso su amistad quedó en secreto.
—¿Ha descubierto algo de José Antonio en este libro que no conociera antes?
—Sí, tenía el prejuicio del gánster, el señorito engominado de discurso huero, pero cuando lo he conocido a través de Lorca ha cambiado mi opinión. Es un caballero un referente moral. La política española necesita hombres como él, valientes que hacen lo que predican, que renuncian a sus comodidades por amor real y activo por la gente, y mueren sin rencor y perdonando a sus ejecutores. Al final de su vida abomina del fascismo, «una religión vacía», dice. De hecho, fue fascista del 31 al 34, y sin xenofobia ni racismo. Se da cuenta de que la Falange ha sido un error, pero no lo puede decir, porque hay falangistas muriendo en el frente.
—¿Cree que Franco instrumentalizó su muerte?
—A Franco le vino bien, porque habría sido un competidor político imponente, y él habría quedado solo como jefe militar. Con su muerte pudo castrar el espíritu real de su mensaje, convertirlo en un casto santón y usar su simbología de camisas azules y ángeles con espadas.
—¿Qué opina de quienes reivindican hoy la Falange?
—Pienso que son unos ilusos. El producto político que produjo José Antonio es circunstancial. Ser falangista hoy es como ser mosquetero, no tiene sentido.
—¿Y en la Transición?
—Creo que la Falange murió con José Antonio. A mí me gusta la reivindicación de una España sin complejos, pero es un proyecto ideado para los años 30.