Sevilla, capital mundial de la exageración

Noche en Blanco. En una de estas descubrirán que el Ayuntamiento contrata a extras para llenar la calle, o no se explica. Lo de anoche fue una nueva demostración de fuerza con colas como las de la Expo

08 oct 2016 / 08:17 h - Actualizado: 08 oct 2016 / 10:22 h.
"La cultura da en el blanco"
  • La cola para entrar a ver el Alcázar en la Noche en Blanco de Sevilla llegaba más allá de la Giralda, hasta la calle Placentines. / Pepo Herrera
    La cola para entrar a ver el Alcázar en la Noche en Blanco de Sevilla llegaba más allá de la Giralda, hasta la calle Placentines. / Pepo Herrera
  • Un guía explica a su grupo los detalles del Salón de Plenos del Ayuntamiento. / Pepo Herrera
    Un guía explica a su grupo los detalles del Salón de Plenos del Ayuntamiento. / Pepo Herrera
  • El Archivo de Indias también recibió al público en la cita de anoche. / Pepo Herrera
    El Archivo de Indias también recibió al público en la cita de anoche. / Pepo Herrera

A los sevillanos no les gusta la guerra porque está muy sola. No como su ciudad, a la que solo le faltaba que se convocara una cita nocturna con más de 140 actividades para convertir definitivamente a Cecil B. DeMille en el rey del cine intimista. Mil personas, mil, contadas, había a las nueve de la noche en la cola para entrar en el Alcázar. Una ringla humana que serpenteaba por toda la Plaza del Triunfo, torcía por Virgen de los Reyes y concluía más allá de la Giralda, en Placentines. Y la gente sonreía, porque estaban en la Noche en Blanco y lo que se vendía no era cultura, sino una experiencia, un yo estuve allí, que es algo vuelve locos a los indígenas un viernes cualquiera en época de entrefiestas, o sea, siempre.

Se veía venir. A las ocho de la tarde, hora de inicio de las primeras ocurrencias para muchedumbres, el centro es una Semana Santa sin pasos. Por San Fernando hay que ir haciendo eslalon para sortear a las bandadas de ciclistas, a los universitarios guasaperos, a las hordas de ostrogodos, a los camareros de San Fernando saludando con un hello, Sir! a forasteros para los que ya no queda sitio en las mesas. Las cafeterías de la Puerta de Jerez y la Avenida revientan de adolescentes haciéndose divertidas fotos de cómo se aburren. Montones de militares salen de una boda en la puerta del Ayuntamiento mientras enfrente se celebra una feria gastronómica de las regiones de España que coge toda la plaza, y solo por las esquinas del Arquillo, de Telefónica y del Banco de España queda algo de sitio para los primeros grupos de las visitas guiadas: el Siglo de Oro, el erotismo, las casas encantadas...


(Intercalamos tuits de los sevillanos durante la Noche en Blanco)

En la Plaza del Museo, repartidos por los bancos, un grupo de litroneros vocingleros descerraja sus carcajadas contra el prójimo, que forma una cola que llega hasta el Iscariote y tuerce hacia Bailén. Son los que aguardan para entrar en el Museo de Bellas Artes, el mismo donde todos los días se pelean las moscas en el vestíbulo de puro aburrimiento. Habrá quien diga: Ah, pero es que tocaban música barroca. Claro, claro. Usted disculpe, Tomaso Albinoni. Con todo y con eso, aquella es la zona tranquila del centro de la ciudad. De regreso por Tetuán, la espesura humana llena de viscosidad el aire, saturado ya de por sí con griteríos de toda naturaleza, con el ambientador del Stradivarius (que atrae a la puerta a grupúsculos de muchachas, igual que el ambientador del Pathé atraía antaño a los chiquillos hasta sus carteleras) y cargado también con los sonidos del tango Por una cabeza (el de las películas), deliciosamente interpretado por un cuarteto en el que hay un chaval con una camiseta de los Ramones. Cierran al fin las tiendas pero la gente no se va.

Y no solo no se va sino que viene más. ¡Una cola, una cola!, ah, no, que es la del cajero del Santander. Una mujer que tenía toda la cara de ser francesa anda por la Avenida con la mandíbula inferior desplomada a la altura del plexo solar: los saltimbanquis de la esquina de Filella a grito pelado; los coches de caballos cruzando a campanazo limpio; vaharadas de olor a pescado frito mezclándose en las bocacalles con el incienso de García de Vinuesa; un ciclista que pasa raudo tocando un timbre tuneado que suena como el muñidor de la Mortaja (no es broma); unos tipos ataviados de piratas tocando la guitarra; montones de niños, ¡de niños, de noche...! Cualquiera que haya paseado una o dos veces por Europa a esas mismas horas podrá comprender sin necesidad de mucha explicación por qué los extranjeros presentan esa cara de estupor, un día cualquiera.

La hiperbólica Sevilla daba de ese modo una nueva lección de carisma, de testarudez. Verdaderamente, los más escépticos podrán encontrar que hay algo incomprensible y fatuo en pretender que un museo por el que de día corren las arañas se transforme de noche en un hervidero, y que de buenas a primeras esa misma Giralda ante la que pasan a diario sin apenas levantar la cabeza les haga de repente, por ser la Noche en Blanco, dejarse los callos sobre las losas catedralicias aguardando pacientemente su turno para entrar. A decir verdad, haría falta un observador muy fino, tal vez un guía comanche de esos que pegaban la oreja al suelo, para distinguir una visita a la Catedral de día de una visita a la Catedral de noche. Donde sí se percibe la diferencia con claridad es en el Patio de los Naranjos, que a partir del crepúsculo pierde del todo su sencillo verdor moruno y sus bordados de sombra sobre las acequias a cambio de una sugerente estampa de copas azuladas y faroles encendidos.

Para animar la espera de unos y otros, en la Lonja hay tres jovencitos, quizá parecidos a raperos, que hacen el pino y esas cosas con música de Michael Jackson, mientras se jalean unos a otros con una megafonía similar a la que gastaba en los años setenta esa celebérrima atracción de la Calle del Infierno conocida como El monstruo de Guatemala. Solo es posible encontrar un poco de silencio en el Patio de Banderas, donde los tacones de San Viernes Bendito y Mártir hacen crujir el empedrado y los tobillos de sus portadoras. ¿Nos hace usted una foto con la Giralda al fondo? Aquí, pulse aquí, dice la amable señora justo a la entrada del callejón de la Judería. Y va uno, pulsa donde le han dicho y del fogonazo salen los tres que parecen sendas salamanquesas deslumbradas en la pantalla de un cine de verano. Pero lo que importa es estar en la Noche en Blanco. Formar parte del fenómeno.

De otros confines de la ciudad van llegando noticias contradictorias: Pues por aquí no hay tanta gente, dicen desde el Parque de María Luisa. No es de extrañar: está toda en el casco antiguo. Que por cierto: qué raro que no haya más robos en viviendas en Sevilla, estando todas vacías. Los autobuses y los taxis siguen en modo volquete descargando gente nueva por las aceras del Prado, del Paseo de Colón, y las masas garrapiñadas de turistas esnifan extasiados las damas de noche y los jazmines de los Jardines de Murillo, sin importarles que aquello esté lleno de perracos así de grandes sueltos sin que los municipales que no están se dejen las muñecas poniendo multas.

Es difícil saber qué hay más, si gente mayor o gente joven. Lo que sí que tienen todos es la misma expresión gozosa. Volviendo a uno de los hilos anteriores, cabría filosofar sobre si es o no es una pena que la cultura tenga que vivirse como una fiesta, si el que se haga una fiesta sobre ella no es precisamente un fracaso de la cultura. Pero claro, no son horas de majaderías. No hay más que asomarse al Barrio de Santa Cruz para averiguar de qué son horas: llenos los veladores.

No forma parte del menú festivo, pero tampoco es que haga falta. En la esquina de las calles Agua y Vida, la clientela se reparte en abundancia por las mesitas románticamente decoradas con pequeños quinqués encendidos. Una muchacha asiática toca la guitarra sentada ante el portón de la taberna, pero ni los sones ni las candelas conmueven a eso que antiguamente se llamaba el respetable y que ahora carece de nombre, que prosigue a grito pelado su sacrílega ocupación nocturna de este barrio inventado en el XIX en un ejercicio supremo de fantasía y buen gusto. Y de exageración, naturalmente. Invita la casa.

En la Contratación, la gracia está en los tipos ataviados con ropajes de zarzuelas famosas: La verbena de la Paloma, La corte de Faraón... Aquellos grupos primeros que se formaron en la Plaza Nueva y alrededores ya se han desperdigado, y uno se los cruza en plena noche por los callejones, susurrantes con su letanía como procesiones de ánimas. También en la puerta de la Hostería del Laurel hay un señor tocando la guitarra, intentando abstraerse con su música del jaleo de las mesas y las comandas. A un paso de allí, un discreto ramillete de paisanos hace por entrar a ver el Hospital de los Venerables, donde a esas horas reciben amablemente en la puerta todos los fantasmas de la Judería.

Y sigue llegando gente.

No hay hueco en ninguna taberna. Algunos siguen esperando a que aparezca por la esquina una cruz de guía. Quién sabe...