Sevilla y Axl Rose estuvieron a la altura de la leyenda

El grupo de rock duro AC/DC, con el ex líder de Guns’n’Roses al frente, llena un Estadio Olímpico de seguidores entregados, despejando todas las dudas

11 may 2016 / 00:10 h - Actualizado: 11 may 2016 / 21:36 h.
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  • Angus Young y Axl Rose durante un momento del concierto en el Estadio de la Cartuja. / Efe
    Angus Young y Axl Rose durante un momento del concierto en el Estadio de la Cartuja. / Efe

Se trata de un rasgo de lo más español, que lo mismo se extiende al ámbito musical, al literario, al político y hasta al futbolístico: solo hay una cosa que nos guste más que ver a alguien ascender a los cielos, cuanto más rápido mejor, y eso es verlo caer, comprobar cómo su efigie rompe en mil pedazos. Algo así parece haber ocurrido con Axl Rose: cuando visitó la capital hispalense al frente de Guns’n’Roses, hace 25 años, no había criatura humana que no lo venerara como a un ídolo. Un cuarto de siglo después, ayer mismo, parecía difícil encontrar a un sevillano dispuesto a perdonarle la vida.

Sin embargo, como ocurre también con algunos eventos deportivos, nada está decidido de antemano en el arte. Hay que jugar el partido completo, y a veces los monstruos heridos son los más feroces. Axl Rose, avejentado, con la pierna en alto, salió a escena para ganarse su derecho a sustituir a Brian Johnson, a estar a la altura de la leyenda. ¿Lo logró? ¿Funcionó la fórmula Axl/DC, como la inventiva popular la había bautizado?

A juzgar por la respuesta del público, cabe pensar que sí. Si en la anterior visita de AC/DC, en 2010, fueron unas 60.000 almas las que los aclamaron, esta vez no debían de ser menos de 50.000, aunque se tomaron su tiempo para ocupar el aforo. Varios centenares disfrutaron de los teloneros, Tyler Bryant and the Shakedown, unos interesantes pipiolos de Nashville a los que solo les falta definir mejor su personalidad, porque talento y afición tienen de sobra.

Faltaban ocho minutos para las diez cuando las luces del estadio se apagaron y, tras una estruendosa proyección en pantalla gigante, seguida de varias explosiones irrumpieron en el escenario los australianos con Rose a la cabeza interpretando el tema que da nombre a su último trabajo y a su gira, Rock or Bust.

La trepidante Shoot to thrill acabó de meter en el concierto a los últimos rezagados, envolviéndolos en ese frenesí decibélico que es santo y seña de los australianos. Hell ain’t a bad place to be dio paso a otro de los himnos indiscutibles del grupo, Back in black, y el Olímpico se vino abajo como en sus mejores momentos.

Claro que Axl no estaba solo. Sobre el escenario, Angus Young, a sus 61 años, oficiaba como seguro de vida ante cualquier eventual naufragio. Además de su poderosísimo efecto iconográfico (ese traje de colegial a lo Zipi y Zape que lleva dándole resultado desde hace más de 40 años), su electrizante vitalidad impide al respetable quitarle ojo. Corretea por la pasarela, hace su característico trote, cabecea sin parar al modo que llaman headbang, se revuelca sobre las tablas... Él solo es un espectáculo redondo y completo, lo demás es propina.

De acuerdo, la mayoría de sus riffs y sus solos ya no sorprenden a nadie, y seguramente entre el público había ayer al menos un centenar de guitarristas amateur capaces de tocar cosas de mayor altura técnica. Sin embargo, Young lleva sobre los hombros el peso de su mito, y el mérito de seguir revalidándolo cada vez que brinda un concierto. Otros tal vez necesitarían más: a él le bastan dos sencillos acordes para hacer gritar a una muchedumbre fervorosa.

Lo demostró con un temazo imperecedero como Dirty deeds done dirt cheap, y con un hit añejo, setentero, como Rock and roll Damnation, que al parecer no tocaban en vivo desde 2003. Quien tiene memoria, parecían decir, tiene orgullo.

Casi nos habíamos olvidado de Axl Rose, hasta que volvió a reivindicarse con una soberbia versión de Thunderstruck, aliñada con un prodigio de efectos visuales que debió aturdir hasta a los gorriones del parque de María Luisa.

La saca de los temas clásicos de AC/DC no tiene fondo, de tal suerte que ahora sale por aquí High Voltage, luego por allá Rock’n’roll train, por acullá Hell Bells (con la indispensable campana negra pendiendo sobre el escenario), y todo sin transición y sin tregua. Axl apenas profirió un breve saludo al principio: lo demás fue pura apisonadora sonora, artillería pesada sin cuartel, una descarga tras otra.

CUERDAS Y CORBATAS

La retaguardia cumplió como se esperaba. Del sustituto de Malcolm Young, Stevie Young, lo mejor que se puede decir es que no hizo extrañar a nadie. Cliff Williams, el bajista inmóvil, cumplió con su cometido como viene haciendo desde cuatro décadas atrás. Y Chris Slade volvió a ser el batería sobrio y contundente que conocemos, una mezcla de martillo pilón y reloj de precisión sin florituras.

Tras Sin City, con un Angus Young torturando las cuerdas de la Gibson con su corbata a rayas rojas y negras, llegó una de las canciones con las que más fortuna han hecho los australianos, uno de esos disparos de adrenalina que le alegran el día a cualquiera, o le hacen olvidar cualquier miseria cotidiana. You shook me all night long sonó pletórica, de nuevo con un Axl Rose comodísimo en su aparatosa poltrona, pero sobre todo en los tonos y cauces melódicos del temazo en cuestión.

Las rockeronas Shot down in flames y Have a drink on me desembocaron en TNT, el consabido hit de puño en alto y coros aptos incluso para quien no sepa ni media palabra de inglés (¡ah! ¡ah! ¡ah!), y de ahí a Whole Lotta Rosie y su muñeca hinchable gigante (aunque solo en formato audiovisual) apenas hubo un suspiro. Let there be rock, una canción que tiene exactamente 39 años, sonó como si hubiera sido compuesta esa misma tarde, fresca, directa, vibrante.

La estructura del Estadio Olímpico tembló de ensordecedora fruición en el largo, interminable solo de Angus. Ya dije hace seis años que esos alardes de virtuosismo resultan ya más bien patéticos por lo ingenuos o caducos, pero debo de estar solo en mi opinión, porque la gente se lo pasó en grande y casi se quedó con ganas de más.

Después de casi dos horas de recital, quedaba por desgranar las guindas del pastel, los exámenes finales de Axl como frontman de AC/DC, temas como Highway to hell o For those about the rock, que casi parecía imposible concebir sin los alaridos de Brian Johnson. Pero lo hizo, pasó la prueba, se los llevó a su terreno y los bordó, el condenado los bordó.

Por si había en la sala algún nostálgico por convencer, regalaron una versión de Riff Raff, un rock and roll canónico que no se tocaban desde mucho antes que Angus dejara su coronilla al descubierto. Incluso Axl Rose acabó levantándose de su silla, contra todas las prescripciones facultativas.

Noche histórica, concierto sublime, apoteosis rockera, éxito sin paliativos... Todo eso que los periodistas solemos decir llevados por el entusiasmo (a veces excesivo, sí) se cumplió en el Estadio Olímpico. Los viejos rockeros de canas largas y tonsuras anchas, como los niños de chupete que acudieron a ver el espectáculo en brazos de sus padres, tendrán algo que contar el día de mañana. Al final, sobre el cielo de la Isla de la Cartuja, afortunadamente despejado de nubes, hasta la luna tenía forma de cuernos.

APUNTES

Dejad que los niños se acerquen al rock. El público joven y marginal que se asociaba tradicionalmente al rock duro ya es historia. Ayer, en el concierto de AC/DC abundaban sobre todo los seguidores veteranos, muchos abuelos, y en especial las familias, incluidos numerosos niños de corta edad. Rock para todos.

La lucrativa industria de los cuernos. Además de camisetas, banderas, parches y discos, la estrella del merchandising de AC/DC volvieron a ser los cuernos de plástico iluminados. Se vendieron por cientos, al módico precio de diez euros el par: justo el doble que hace seis años.

La lluvia respetó a los seguidores del grupo. Nadie las tenía todas consigo, pero al final la lluvia permitió que el concierto se desarrollara sin indeseables remojones y con los paraguas cerrados.