«Nadie publica hoy cuatro páginas sobre cómic», decían, con ese tonillo con que se despachan los pésames. Esperar lo contrario, como quedó claro en la conversación, es ser un iluso. Así que arrastrados, quizá, por la rebeldía inherente a este género, hoy van tres páginas y en breve irán otras tantas –la continuación de lo que sucedió en esta tertulia– para hacer justicia: si semejante despliegue de papel es de locos, no menos lo era reunir una mañana laborable en la cafetería de Caótica, en esa calle de José Gestoso apresada a esas horas en el fragor de los carretilleros y los hilos musicales, a un manojo de autores y amantes sevillanos de este arte con la única intención de hablar del asunto. Y en persona, nada menos. La vida bebida a chorros. Paco Cerrejón, gestor cultural, artífice de los encuentros sevillanos del cómic y uno de los responsables de la cultura municipal por su labor en el ICAS, era el único que los conocía a todos, porque ni siquiera los autores de tebeos, tan faltitos ellos de sindicación, tienen tiempo de quedar para verse (cosa que también dijeron, con el mismo tono de tanatorio). Abel Ippólito y Diego Galindo, más veteranos en el oficio –el primero se tuvo que buscar la vida en la ilustración publicitaria y editorial y en los cursos, y el segundo en la industria americana de la historieta–, venían juntos y cafetearon por su cuenta antes de la reunión, pero el Irra se encontraba con ellos por primera vez. Y hasta el amable camarero del local bajó un poquito la música cuando comprendió, al servir los cafés, que aquello era un fenómeno insólito y puede que eucarístico que precisaba cierto recogimiento.
–Lo que le pasa al cómic no es un problema local, es un problema nacional de importante falta de respeto al medio –dijo Paco Cerrejón–. Basado también en que durante cuarenta años, muchos de ellos por ley, el cómic tenía que ser infantil, y eso ha calado mucho. El cómic ha tenido problemas de reconocimiento en muchísimos países, pero es cierto que en los de nuestro entorno, sobre todo en Francia y en Italia, ese reconocimiento sí ha llegado antes que aquí. Yo recuerdo, cuando empecé a organizar hace años el Encuentro del Cómic, que lo que había en los medios era Mortadelo y Filemón e Ibáñez y no salíamos de ahí, y ahora eso ha cambiado un montón. En los ochenta hubo un bum, pero fue el bum de las revistas. Estas tuvieron un problema: que cuando se acabó todo el material de fuera, todos los álbumes de Moebius y de toda esta gente, se quedaron sin material, y a partir de ahí se vinieron abajo. Y se entró en una crisis de los noventa que fue un desierto para el cómic español.
Todos los presentes asintieron, recordando los buenos viejos tiempos de finales de los setenta y primeros ochenta, en que la historieta era, tal vez, el arte rey en España. Al menos, a nivel popular. Esa muerte supuso algo terrible para el género, que lo marcaría para los restos: se perdió el vínculo con los quioscos, la más poderosa y extensa red de distribución de material impreso de la historia.
–Al quiosco lo mató la librería especializada –recordó Cerrejón.
–Pero en la librería especializada tienes mucho más material al que acceder –se apresuró a matizar Diego Galindo–. En el quiosco tenías lo que había en ese mes y poco más. Llega un momento en que las editoriales van a lo seguro y dicen: yo tengo aquí dos o tres mil aficionados que me van a comprar Superman o Spiderman y ya está, no me tengo que complicar la vida. Entonces fueron a por el público seguro.
El Irra mostró su estupor, o su mosqueo, o ambas cosas.
–Lo que se ha perdido ha sido la connotación popular del cómic, que se ha convertido en algo meramente especializado –lamentó el autor de Palos de ciego–. Ahora la gente, cuando va a adquirir un cómic, sabe a lo que va, pero antes era una sorpresa. Estaba en las casas y la gente lo abría y lo leía. Nadie se explica todavía cómo se perdió esa popularidad.
–Algunos editores –intervino de nuevo Diego– hablan de que han sido las distribuidoras las que han hecho esta apuesta por la tienda especializada porque a ellas les sale más barato. Ten en cuenta que no es lo mismo tirar para todos los quioscos de España, con el riesgo de devolución que hay, que tirar para una red de librerías especializadas.
–Pero es verdad –señaló Abel Ippólito– que ahora ese cómic que parecía muy esplendoroso, el tebeo, no tiene detrás a los jóvenes. Hay gente de cuarenta o cincuenta años leyendo tebeos de mucha calidad dirigidos al público adulto, pero me preocupa que los chavales no leen tebeos.
–Es que no leen tebeos, ni leen novelas, ni leen nada más allá de lo que leen en el móvil –afirmó Irra.
–Quizá el videojuego –barruntó Diego Galindo– también ha llegado a quitarnos una parte muy importante.
Paco Cerrejón comentó que, ya sean videojuegos o aplicaciones del móvil, al fin y al cabo «la cultura es tiempo de ocio. Y todo aquello que venga a ocupar ese tiempo...». Pero en la mesa, la opinión predominante fue que sí, que muy bien, pero que los chavales ya no son lo que eran. O al menos, sus circunstancias ya no lo son.
–Antes era todo más difícil –aseguró Irra–. Antes, en la era predigital, era completamente distinto. Lo que sí es verdad es que yo estoy encantado de ser un chaval y vivir en la época de ahora, porque lo de antes era un desierto. Yo, si ahora consigo publicar con Astiberri, ha sido gracias a internet, a tener un Facebook y poder comunicarme con un espectro más allá de Sevilla. Porque si tienes la mala suerte de nacer en Sevilla, te comes una mierda en este mundillo. Te tienes que ir a Madrid o a Barcelona, que era la meca del cómic. Y para eso tenías que tener dinero y que tus padres te respaldaran, y como no tuvieras un sueldo te comías un mojón y te morías de asco. Si te fijas en las entrevistas, siempre los que cuentan las historias son los que vivían en Barcelona o, si escarbas un poquito, son de buena familia. El que era de familia humilde como yo no tenía ninguna oportunidad. Hemos ganado gracias a las relaciones virtuales.
Diego confirmó esta impresión con su propia experiencia.
–Yo el primer viaje al Salón del Tebeo me lo pagué haciendo de negro en una investigación de una catedrática. Con ese dinero me pude pagar el primer viaje a Barcelona.
Muerte y resurrección
A veces da la sensación de que el cómic, que tan maduro había llegado a ser en los ochenta, tan intenso y tan diverso, la cascó de viejo y ahora, una vez renacido, está atravesando una nueva adolescencia, experimentando a ver qué hace con su vida. No hay homogeneidad, que sí la había antes como fruto de esa madurez en la que unos aprendían de otros, se creaban escuelas... y convergía todo, con su inmensa diversidad, en una misma forma de comprender el género. Eso ha cambiado.
–Yo creo que eso es bueno –comentó Abel Ippólito–. El cómic refleja toda la variedad de gustos, de estética y de temáticas que le puede gustar a cualquier persona.
–A mí me da la impresión –dijo Diego Galindo– de que el cómic español está buscando su identidad. Porque Francia tiene, EEUU también... y en España no existe. El mercado español se está intentando inventar, y de ahí que tengamos tantas cosas diferentes, que no haya unas líneas claras. En el momento en el que algo funcione de forma masiva, verás cómo la línea clara se impone. Pasará tarde o temprano.
Para Abel, el género, ahora mismo está en una especie de gestación. Paco Cerrejón cree que el cómic está mucho mejor que en los noventa, que es lo que de verdad importa. En los noventa, según él, era un erial en el que solo había superhéroes. Pero de ahí a que ahora se pueda vivir de esto...
–En el mercado actual –señaló Irra–, vender dos mil ejemplares es un best seller. Es así de triste.
Cerrejón intentaba ver la botella medio llena:
–Ahora, es cierto que un autor español no se va a ganar la vida publicando un tebeo en España, es muy complicado, pero es que antes ni siquiera llegaba a publicar.
–Y gente de mucha calidad –precisó Galindo.
Irra seguía con su disgusto indisimulable:
–Pero es que en el cine está todo igual, está todo precario –protestó–. Por ejemplo, Carlos Vermut, que fue dibujante de cómic además, está viviendo en casa de los padres, y es director de cine y está ganando premios en el extranjero, con mucho prestigio.
Ippólito extendió los efectos de la tragedia.
–Y con la literatura sucede igual. Es un mundo que tiene mucho brillo, tú dices madre mía, la novela de no sé quién, pero...
–Perdonad que haga un inciso, pero me tengo que autorreivindicar –saltó Diego Galindo–: en lo nuestro, ni siquiera los premios sirven. Si no es el Eisner, olvídate. No se hace eco nadie. Si los medios no nos dan voz... Tú dale a algo mucha publicidad, que tarde o temprano eso tendrá un eco.
Cabría responder a semejante creencia que la verdad es más cruel: ¿Cuántas entrevistas había en los setenta y ochenta a autores de cómic? ¡Ninguna! El cómic se vendía solo. Que se puede hacer más, eso es seguro. Pero nunca ha habido tantas entrevistas como ahora. Y nunca se vendieron tantas obras como entonces.
–Pero se trata de manera anecdótica –respondió Irra, cuando se introdujo este matiz en la conversación.
–Hay un movimiento muy engañoso –dijo Ippólito–, en el sentido de que yo creo que se lee mucho, pero que en realidad no se refleja en que el autor pueda vivir de ello. La solución no es que los autores hagan obras de mayor calidad; se trata de una solución industrial, que alguien decida apostar por el mercado, que el cómic salga en la tele... El cómic es tan bueno o tan malo como cualquier otra cosa.
El Irra le dio la razón:
–Es que si no, no va a cobrar fuerza.
–Es verdad salimos mucho en prensa, o sale la gente mucho en prensa –concedió Diego–. Yo no, porque no publico aquí. Pero es saliendo en prensa y tampoco vendemos...
Pese a trabajar para el Ayuntamiento, Paco Cerrejón volvió a apuntar hacia las carencias del respaldo institucional:
–Voy a tirar piedras contra mi propio tejado –dijo–, pero es que esto lo vengo diciendo desde hace veinte años: otra desventaja del cómic frente a otros medios artísticos es el abandono que ha tenido, ahora algo menos, por parte de las administraciones públicas. El cómic no ha estado en las políticas culturales de este país hasta hace muy, muy poquito. Y debe estar. ¿No están la poesía, las escénicas, el cine...?
–Yo no estoy tan de acuerdo –discrepó nuestro hombre en América.
Al Irra tampoco le hizo mucha gracia la idea de las ayudas a la dependencia cultural:
–Pero lo malo en ese caso es que el autor depende de la vida pública –apuntó el más joven de la reunión–, y se creen obras como la que está haciendo ahora mismo Alberto Rodríguez, que está haciendo una película de la corrupción de la Expo 92 y no te habla de la Expo 92 ni de la corrupción que hay, se autocensuran ellos mismos. Si se consiguiera la utopía del apoyo público, el autor se autocensuraría y haría una obra muy amable.
–Pero cuando hablo de políticas culturales no me refiero solo a que se subvencione a un autor, cosa de la que estoy en contra –respondió el programador del ICAS–. Abel, por ejemplo, está llevando ahora mismo en la Red de Bibliotecas una exposición sobre cómics, lleva todo el año y va recorriendo las catorce bibliotecas. ¿Qué consigues con eso? Que todos los chavales que van allí están oyendo hablar del cómic.
–¿Pero eso ayuda a crear lectores? –al Irra no lo convenció el argumento, por seductor que parezca– Yo siempre hablo de manera subjetiva, de como yo lo veo; no puedo ser objetivo, me gusta hablar de esta manera. Y personalmente me pasa como con Bécquer. Ahora lo amo, me encanta, pero cuando en el colegio me hablaban de Bécquer o de Machado o algo de eso, me daba yuyu. Y a mí, que me hablen del cómic de chico, a día de hoy no me habría gustado, o me habría costado más trabajo.
–Eso es porque tú tienes un problema con la autoridad –bromeó Diego Galindo, para descojone general–. Yo tenía profesores a los que amaba profundamente porque me parecían unos tíos inteligentísimos, y otros a los que odiaba a muerte.
–Si hubieras estado en la misma escuela que yo, no dirías eso –musitó el Irra.
–Y sin embargo, Irra –dijo Abel, conciliador–, vamos a las exposiciones estas de cómic y, primero, no están dentro del colegio, sino que es una biblioteca y los chavales flipan. Y si veo a cuántos profesores de treinta o cuarenta años se ponen nostálgicos y dicen: esto yo lo leía...
Diego Galindo no estaba en esa onda:
–Quizá tenemos que llamar a Francia y preguntar cómo lo han hecho.
–Pues mira, la respuesta a eso me la dio Zidrou –saltó de nuevo el responsable de esos cursos–: que hubo uno de los presidentes que invirtió muchísimo. Y no era de sus favoritos ideológicamente. Y dice que en Francia vas a casa de un inmigrante de segunda o tercera generación y tiene más libros que amigos suyos cirujanos y médicos.
El Irra parecía razonablemente molesto con el enfoque del asunto:
–El problema, y lo digo otra vez desde mi punto de vista –insistió–, es que a mí no me gusta lo que representa Zidrou.
Nueva explosión de risas.
–A mí me gusta el cómic porque es subversivo –prosiguió–. A mí cuando me llamaba la atención el cómic era por la cosa más subversiva que arrastraba, pese a ser popular. Era más reivindicativa pese a pegarte la patada en la boca. Como cuando vi Robocop: fui al cine creyendo que iba a ver una película de superhéroes y veo de repente a un tío acribillado y tirado en el suelo como Jesucristo. Es la raíz de lo que a mí me gusta que sea una obra de arte. El arte debe ser violento.
Diego no estaba nada de acuerdo con eso:
–Ni todo el arte es violento ni todo el arte debe ser violento.
–Estoy hablando desde mi punto de vista –volvió Irra–, porque si soy objetivo no voy a ser sincero ni voy a hablar de nada.
Abel intentó que lo viese desde otra perspectiva:
–¿Tu quieres que te lea mucha gente? Supongo que tú haces una obra para eso –le dijo.
–¡Claro! Mi obra es popular. Mi obra es totalmente popular. Está hecha para que la lea mi abuela, y se la ha leído.
Nueva andanada de risas.
–¡Es verdad, no es coña! –exclamó el Irra.
–Pero todas las abuelas de España no van a leer cómics –le advirtió Abel Ippólito.
Y Diego Galindo le hizo los coros:
–¡Si todas las abuelas de España leyesen nuestras obras, otro gallo cantaría!
–Para que tu obra la lea mucha gente –y ahí quería llegar el conciliador Abel Ippólito– tiene que haber mucho Zidrou. El que quiera hacer algo un poquito más diferente tiene que agradecer a Ibáñez, aunque ahora mismo a mí no me interese nada como autor, que haya existido.
–Mi obra es la otra cara de lo que propone Zidrou –se rebeló Irra–. Tan popular o más que la suya. Por cierto, que mi libro lo han traducido para Francia y va a salir en unos meses.
Felicitaciones generales. Acababa de pasar sobre la mesa del desayuno un mirlo blanco de fastuoso pelaje.
–Y yo propongo otra cosa –continuó–. Yo no quiero un Amélie del cómic. Yo soy más de Scorsese, y Scorsese es igual de popular que Amélie. Y voy más por ese camino, por el arte violento y subversivo. Que el niño de quince años que está haciendo la esvástica en la mesa del colegio se vaya al cómic. Ese es el público potencial al que yo me dirijo.
–¿Al de la esvástica? ¡Joder! –exclamó Galindo, en medio de un murmullo general.
–¡Pero porque está en contra del sistema, no porque sea nazi! Porque eso son tonterías, lo de la esvástica.
–Bueno, a los judíos no creo que se lo pareciera –susurró Diego.
–Lo digo porque el tío que hace eso lo que quiere es llamar la atención.
El de las gafas y la perilla también tenía comentario para eso.
–Lo malo es que empiezas queriendo llamar la atención y acabas pidiendo la independencia.
–Lo digo porque el que ponía viva ETA en los noventa en un muro no es que fuera etarra, sino que lo hacía por llamar la atención e ir en contra del sistema.
–Y un poquito gilipollas también, vamos.
–Claro –concedió Irra–. Yo en mi vida he pintado una esvástica ni he puesto viva ETA.
Diego lo quiso dejar claro.
–Yo creo que el arte tiene que tener muchas lecturas. De manera popular se puede acercar de muchas formas a la gente. No tiene por qué ser única y exclusivamente violento. A mí me parece muy bien, me encanta Robocop, pero también disfruté mucho Amélie. Soy así de raro, ja, ja, ja, ja, ja, ja, qué quieres que te diga.
Abel Ippólito pensaba lo mismo:
–Igual que, para llegar al autor de cómic, yo he leído a Mortadelo y Filemón y todos los superhéroes del mundo.
Y Diego retomó la palabra para rematar:
–Es que tú no puedes decir odio a los superhéroes, porque te vas a perder obras brutales, como las de Frank Miller. O no puedo ver a los autores personales. Pues te vas a perder un montón de obras. No puedes atender solo a una cosa, porque te pierdes las demás.
Paco Cerrejón también estaba por la labor cósmica del amante del cómic.
–La curiosidad me lleva a leer un poco de todo –dijo–. Yo me he encontrado, cuando organizaba el Encuentro del Cómic, gente que solo quería que invitáramos a autores de superhéroes. Chiquillo, que traigo a Max, ¿tú sabes quién es? O a Berberian. O a Sequeiros. Quillo, abre un poco los ojos, ¿no? ¡Te estás perdiendo el mundo!
Continuará. Aunque bueno, tratándose de cómic, puede pasar cualquier cosa.