Un campo de concentración del arte en Sevilla

Una de las cosas más bellas de esta ciudad es visitar el Alcázar. Y una de las más tristes, recordar lo que sucedió allí con los Murillos en tiempos de Napoleón

04 mar 2018 / 17:42 h - Actualizado: 05 mar 2018 / 10:25 h.
"Patrimonio","Tras los pasos de Murillo"
  • El Patio de las Doncellas, la gran joya arquitectónica del palacio. / Reportaje gráfico: Manuel Gómez, Jesús Barrera, Javier Cuesta y José Manuel Cabello
    El Patio de las Doncellas, la gran joya arquitectónica del palacio. / Reportaje gráfico: Manuel Gómez, Jesús Barrera, Javier Cuesta y José Manuel Cabello
  • ‘San Francisco Solano y el toro’, de Murillo, en el Alcázar de Sevilla.
    ‘San Francisco Solano y el toro’, de Murillo, en el Alcázar de Sevilla.
  • Turistas orientales fotografiando las yeserías y los artesonados.
    Turistas orientales fotografiando las yeserías y los artesonados.
  • Los jardines forman parte indispensable de la visita al monumento.
    Los jardines forman parte indispensable de la visita al monumento.
  •  Teatralización en el Alcázar con motivo del Año Murillo.
    Teatralización en el Alcázar con motivo del Año Murillo.
  • La Puerta del León es testigo de las largas colas diarias para entrar.
    La Puerta del León es testigo de las largas colas diarias para entrar.
  •  Salón de banquetes, con sus preciados tapices.
    Salón de banquetes, con sus preciados tapices.
  • Detalle de la azulejería del Alcázar.
    Detalle de la azulejería del Alcázar.
  • La planta alta, con el palacio del rey Pedro I y el Patio de la Montería.
    La planta alta, con el palacio del rey Pedro I y el Patio de la Montería.

La fórmula para el saqueo era tan sencilla como aterradora: usted, que es el invadido y no tiene nada que negociar conmigo, me vende el cuadro por un precio de risa y yo, que soy el invasor, me lo tomo como un acto de agradecimiento por mi clemencia. Así reunió el mariscal francés Jean de Dieu Soult las 999 colosales obras de arte estafadas a Sevilla para mayor gloria de sí mismo y de su jefe, Napoleón Bonaparte. El Real Alcázar, en cuyos salones se fueron amontonando los cuadros gracias a la connivencia del alcaide del palacio, Eusebio Herrera, se convirtió de este modo en uno de los más grandes campos de concentración que ha padecido el arte de toda la historia de la humanidad, si no el mayor de todos, a comienzos del siglo XIX.

Son muy abundantes y prolijas las fuentes que recogen este fenómeno luctuoso para el patrimonio hispalense, del que jamás se recuperó –apenas en parte–. Pero de entre todas ellas cabría resaltar el recién publicado libro de Arturo Colorado Castellary titulado Arte, revancha y propaganda –editorial Cátedra–, donde se cuenta el episodio anterior, se habla de la rapiña napoleónica entre 1808 y 1814 y se explica que «de todos los militares franceses que actuaron en España durante estos años, sin duda el que más destacó en sus ansias expoliadoras fue Soult, conde de Dalmacia, que como comandante en jefe del segundo cuerpo del ejército dirigió la conquista de Andalucía», explica el autor. «Allí buscó de manera obsesiva las obras de su pintor favorito, Murillo, y para conseguirlas utilizó un particular método de chantaje que pretendía que lo dejara incólume ante la historia» y le proporcionaba respaldo legal, mediante el oportuno contrato de compraventa firmado con los conventos, las iglesias o cualesquiera otros particulares, con idea de que estas joyas no fuesen reintegradas en el futuro.

Otro libro muy reciente, Robos, expolios y otras anécdotas del arte viajero, de Federico García Serrano (Larousse) extiende las responsabilidades más allá de Soult a los generales Sebastiani, Caulaincourt, Eblé, Belliard, Dessolle «y muchos otros que, aprovechando la misión, nutrieron sus propios equipajes». Fue el caso de otro loco por los cuadros de Murillo, el barón Mathieu de Faviers, «responsable del inicio de la peripecia de algunos de los más viajeros cuadros del pintor sevillano, como los robados del monasterio de San Francisco de Sevilla, el San Gil ante Gregorio IX, que pasó todo el siglo XIX en París en manos de diferentes coleccionistas, entre ellos el banquero español Alejandro Aguado, para acabar en el North Carolina Museum de Raleigh, y el San Diego de Alcalá que volvió a España a manos de coleccionistas privados para cruzar el charco a finales del XIX en diversas colecciones antes de llegar a su destino en la colección Rohl de Caracas. El triunfo de la Iglesia, pintado para la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla, lo llevó Faviers a Francia, estuvo en la colección Pourtalies y después fue adquirido por lord Faringdon para su colección de Buscot Park, en Londres».

82 óleos de Zurbarán, 74 de Valdés Leal, 43 de Murillo, 40 de Alonso Cano, 22 de Herrera el Viejo, 21 de Francisco Pacheco... Nunca el Alcázar albergó tal cantidad y nivel de arte y nunca, paradójicamente, fue un lugar más triste que en aquellos años. La diáspora debida a los juegos del mercado hizo imposible recuperar todo el botín. Enrique Valdivieso, en su artículo El expolio artístico de Sevilla durante la invasión francesa, afirma que «estas obras en los museos en los que actualmente se encuentran son admiradas como magníficas creaciones de Murillo pero al estar distantes de su lugar de origen y separadas unas de otras han perdido todo su significado y su mensaje se ha desvanecido». Eran obras que «tenían una relación física y espiritual con los sentimientos, emociones, recuerdos y vivencias de sus ciudadanos».

Tras la muerte de Soult, sus herederos subastaron los cuadros expoliados a Sevilla. Uno muy especial, la Inmaculada de los Venerables (adquirida por el mariscal en 1813), fue especialmente peleada por Franco desde prácticamente el mismo momento en que terminó la Guerra Civil para que volviera a España por su valor religioso y simbólico. Todo este proceso queda minuciosamente descrito por Arturo Colorado en el citado libro de Cátedra, donde se cuenta cómo la amistad con la Alemania nazi y su desprecio hacia el régimen títere de Vichy en la Francia ocupada facilitó el afán por la recuperación de obras del expolio napoleónico. «Por este acuerdo de 1940 salieron de Francia con destino a España la Inmaculada de Murillo llamada de Soult, la Dama de Elche, seis coronas de oro visigótico de Guarrazar, los relieves ibéricos de Osuna, piezas del Cerro de los Santos y otros objetos arqueológicos», resume el autor. Los enviados españoles iniciaron la negociación en 1940 empeñados en la recuperación de esa Inmaculada. «Aunque el el Louvre existían muchas otras obras procedentes del saqueo de los generales napoleónicos», escribe Colorado, «los agentes franquistas tuvieron gran cuidado en centrar sus peticiones en una de ellas, la Inmaculada de Murillo, que tenía un fuerte carácter religioso y simbólico». Finalmente, las presiones dieron su fruto y el mismo día de la festividad del 8 de diciembre, a mediodía, llegaba el cuadro al Museo del Prado en un día de «ceremonias grandiosas». Y allí se quedó.

Hoy, al pasear por la planta alta del Alcázar de Sevilla, puede admirarse en el comedor real un único Murillo, San Francisco Solano y el toro, que ni siquiera fue pintado para ese edificio. La alegría serena y deslumbrante de los jardines, la delicada arquitectura del palacio y su belleza incontestable hacen impensable que esta joya del patrimonio hispalense fuese un día presidio de algunos de los mayores prodigios del arte, condenados casi todos ellos al destierro de por vida. Hoy, el lugar forma parte de los llamados Itinerarios de Murillo. Pero, desde el punto de vista de la memoria y la conmemoración del pintor y su obra, tan importante o más que recorrerlo es leer estos libros y otros muchos que también son, en sí mismos, un viaje, una ruta y el testimonio de cómo Murillo fue arrancado de Sevilla para siempre. Lo cual, en el fondo, no es nada nuevo: basta visitar cualquiera de los grandes museos del mundo para comprobar cuánto han contribuido los ladrones a su prestigio.