Un diccionario con nombre de mujer

Se cumple medio siglo de la aparición del ‘María Moliner’, el ‘Diccionario de uso del español’ que causó el asombro de los escritores y que no dio el salvoconducto a su autora ni para ingresar en la RAE

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
22 mar 2017 / 09:20 h - Actualizado: 22 mar 2017 / 09:21 h.
"Literatura"
  • María Moliner junto a su inseparable máquina de escribir. / El Correo
    María Moliner junto a su inseparable máquina de escribir. / El Correo
  • María Moliner en el Archivo de Simancas, en 1922. / El Correo
    María Moliner en el Archivo de Simancas, en 1922. / El Correo
  • Tarjeta de identidad escolar de María Moliner. <br />/ El Correo
    Tarjeta de identidad escolar de María Moliner.
    / El Correo

El gran lexicógrafo Manuel Seco recordó a los pocos meses de morir María Juana Moliner Ruiz, en 1981, que María Moliner, como se llamaba el diccionario de uso del español «más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana», calificado así por el premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, no era ya «un nombre, sino una obra». Lo escribía para poner en su sitio un renovador diccionario que pasaba como herramienta total del léxico, que pretendía separar de una vez por todas el vocabulario usual del que no lo era y que, sobre todo, «desmonta una por una todas las definiciones de la Academia y las vuelve a redactar en español del siglo XX, dándoles una precisión que les faltaba y desdoblándolas en nuevas acepciones y subacepciones que recogen matices relevantes». O sea, para calibrar en su justa medida la trascendencia de una obra simpar más allá de los piropos que recibía por aquellos meses la difunta. Pero María Moliner le había dado a su diccionario –incluso su propio nombre– y hasta a la lengua castellana mucho más de lo que recibió, pues murió enferma en un apartamento de Madrid en cuya terraza regaba las plantas y en cuya salita remendaba calcetines cuando sus cuatro hijos ya vivían en lugares dispares del mundo, su esposo había fallecido tras una larga enfermedad que lo dejó ciego y a ella no le alcanzaba la memoria ni para recordar los 10.000 ejemplares que la editorial Gredos había vendido en dos ediciones que causaron furor entre los amantes del idioma. «Me sentí como si hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante muchos años», dijo García Márquez después de haberla buscado por Madrid sin encontrarla y de recibir una llamada en Bogotá, a los pocos días, con la noticia de su muerte.

Detrás de aquel diccionario de dos tomos que pesaban tres kilos y de casi 3.000 páginas había una mujer –una mujer solamente– y detrás de aquella mujer, una historia que comenzaba «en el año cero», como a ella le gustaba calificar al año de su nacimiento en Paniza (Zaragoza), 1900. Abandonados su madre, sus hermanos y ella misma por su padre, médico en el pueblo que se fugó a la Argentina, «la familia pasó tiempos muy duros, como de novela de Dickens», según había de declarar uno de los hijos de María muchos años después. Con apenas 14 años, la futura autora del María Moliner tuvo que sacar adelante la casa dando clases particulares de latín y matemáticas, hasta que ella misma se independizó sacando una plaza para el Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios de España y consiguiendo un trabajo en el Archivo de Simancas (Valladolid) cuando acababa de cumplir 22 años. A los dos años consiguió trasladarse como bibliotecaria al Archivo de la Delegación de Hacienda de Murcia –en cuya Universidad, por cierto, fue la primera mujer de la historia en impartir algunas clases–, y allí conoció a su marido, Fernando Ramón Ferrando, un catalán muy de izquierdas que llegó a catedrático de Física y con quien se fue, ya con hijos, a Valencia. Tras la Guerra Civil, él perdió su cátedra y a ella la devaluaron 18 niveles en el escalafón. Pero con los años recuperaron sus condiciones. En 1952, su hijo Fernando, arquitecto, le trajo de París un Learner’s dictionary y a ella le sorprendió tanto la disposición del manual que le despertó la idea de hacer «un pequeño diccionario de uso del español». Calculó que en dos años lo tendría terminado, pero cuando pasó una década apenas había llegado a la mitad. Para entonces, la editorial Gredos le metía prisa, pero su afán de perfección la hacía retroceder continuamente para incluir palabras vivas que sus contemporáneos, la prensa y la calle no cesaban de parir. «En el diccionario de la Real Academia de la Lengua las palabras son admitidas cuando ya están a punto de morir», escribió en un artículo de El País García Márquez, y añadió: «Y fue contra ese criterio de embalsamadores que María Moliner se sentó a escribir su diccionario». Para el Premio Nobel colombiano –como han corroborado otros colegas españoles a la altura de Javier Marías– «el diccionario de María Moliner resultó más de dos veces más largo que el de la RAE y más de dos veces mejor». Manuel Seco, académico, le reconoció una abundancia de ejemplos inventados para ilustrar las definiciones de los que ha carecido siempre el DRAE.

Con la paciencia que le había conferido levantar un hogar cuando no era más que una niña, ser madre de cuatro hijos, cuidar de un marido ciego y trabajar cual hormiga a destajo en tantas bibliotecas de España –incluso intentar crear otras en la época feliz de las Misiones Pedagógicas que precedió a la Guerra Civil–, María madrugaba para seguir apuntando palabras en sus cuartillas distribuidas en dos atriles junto a la máquina de escribir. «Siempre había que quitar las cosas de la mesa para desayunar», recordaba otro de sus hijos varias décadas después. Trabajaba por entonces en la biblioteca de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid, y le dedicaba a diario ocho horas a su empleo y otras ocho al diccionario. Por fin en la primavera de 1966, después de 15 años de trabajo creciente y solitario, tuvo listo el primer tomo. El segundo y definitivo, que llegaba hasta la Z, se publicó al año siguiente, hace ahora medio siglo justo.

El María Moliner empezó a ser el diccionario de los escritores, porque como apuntaba en su propio prólogo no solo «ayuda a entender, sino que ayuda a decir». Repleto de ejemplos en contextos sintácticos diferentes, de acepciones singulares, de sinónimos, de expresiones y frases hechas, incluso anticipó la ordenación de la Ll en la L y de la CH en la C mucho antes de que la RAE siguiera el mismo criterio ya en 1994. «El diccionario de la Academia es el de la autoridad. En el mío no se ha tenido demasiado en cuenta la autoridad», dijo ella misma. «Si yo me pongo a pensar qué es mi diccionario, me acomete algo de presunción: es un diccionario único en el mundo». No le faltaba razón, pero le sobraba modestia, pues ella era consciente de que la única empresa similar la había acometido si acaso Sebastián de Covarrubias, el autor del primer diccionario, llamado Tesoro de la lengua castellana o española, en 1611, un siglo antes de que se planteara siquiera la existencia de la RAE.

Sin embargo, nada de ello pareció mérito suficiente como para que la Real Academia Española acogiera a la más destacada autora de un diccionario fraguado en la soledad del rigor. Propuesta para un sillón por los académicos Dámaso Alonso, Pedro Laín Entralgo y Rafael Lapesa, cuando hubo que votar se impuso el machismo histórico y salió Emilio Alarcos Llorac. «Desde luego es una cosa indicada que un filósofo entre en la Academia y yo ya me echo fuera, pero si ese diccionario lo hubiera escrito un hombre, yo diría: ‘¡Pero y ese hombre cómo no está en la Academia!», dijo María Moliner. A la siguiente oportunidad, sí ingresó una mujer, pero no fue ella, sino Carmen Conde.

Para entonces, la autora del María Moliner –de nombre homónimo– había enfermado de arterioesclerosis cerebral y estaba retirada hasta del mundanal silencio en que había habitado tantos años. El ministerio de Educación acordó su ingreso en la Orden Civil de Alfonso X el Sabio.

A partir de la segunda edición, la editorial Gredos –autorizada por una nuera viuda de María, cuyo difunto marido había comprado la obra de su propia madre algunos años antes– decidió variar algunos aspectos de la obra original para facilitar la consulta, y ello empujó a Fernando Ramón Moliner, el segundo hijo de la autora, a una infructuosa batalla contra la editorial en los periódicos y en los juzgados. Con todo, la tercera y última edición del María Moliner fue publicada por Gredos en 2007 y consta de dos tomos.

En 2011, la escritora Inmaculada de la Fuente publicó una biografía de María Moliner titulada El exilio interior. En abril del año pasado, el Teatro de la Zarzuela de Madrid estrenó una ópera que lleva su nombre con libreto de Lucía Vilanova y partitura de Antoni Parera Fons. A María Moliner la interpretaba la mezzosoprano María José Montiel, quien declaró que era «una ópera pensada en femenino». «María Moliner quiso cambiar el país a través de la educación y la cultura, algo que en España todavía no hemos logrado», añadió. Lo había preconizado con tristeza el filósofo Fernando Savater algunos años antes al valorar el María Moliner: «Es el único diccionario que se puede manejar en este país. ¿Por qué hay tal escasez de este tipo de diccionarios? Pienso que por la despreocupación que existe en este país por el lenguaje y por la conservación de la riqueza lingüística. En otros países, como Francia e Inglaterra, la proliferación de obras de este carácter garantiza la conservación de la lengua y su desarrollo».

Es posible que no peligre la salud del castellano, pero es probable que sí peligre la memoria de quien tanto contribuyó a ello. María Moliner es el nombre de un diccionario. Pero también lo fue de una mujer: la mujer que se sacrificó por un diccionario hasta perderlo todo por él. Incluso su nombre.