ORFEO Y EURÍDICE (**)

Orphée et Eurydice, de Christoph Willibald Gluck. Versión francesa de Pierre-Louis Moline, según el libreto de Raniero di Calzabigi. Carlos Aragón, dirección musical. Rafael Rodríguez Villalobos, dirección de escena y dramaturgia. Jesús Ruiz, escenografía y vestuario. Miguel Ruz, iluminación.Con José Luis Sola, Nicola Beller Carbone, Leonor Bonilla y Martín Puñal. Orquesta Filarmónica de Málaga. Coro del Teatro Villamarta dirigido por José Ramón Hernández y Ana Belén Ortega. Producción del Teatro Villamarta. Teatro Villamarta de Jerez, viernes 18 de enero de 2019

Una importante representación de la comunidad musical sevillana se dio cita el viernes noche en el Teatro Villamarta de Jerez para descubrir una producción del mítico título de Gluck de notable esfuerzo andaluz pero resultados más bien incómodos. Varios de los talentos triunfadores en los dos últimos espectáculos líricos disfrutados en el Maestranza confluyeron en esta producción del propio Villamarta, como son la soprano Leonor Bonilla, auténtica revelación en Lucia di Lammermoor del pasado octubre, el tenor José Luis Sola, competente arlequín en El emperador de Atlántida, Nicola Beller Carbone, sensual protagonista en El dictador y el anterior título ofrecidos en programa doble el pasado mes de diciembre, y sobre todo el joven y prometedor director escénico Rafael Villalobos, que logró una interesante visión de la ópera breve de Krenek y una notable revisión de la de Ullman, y ahora realiza una personal adaptación escénica del drama de Orfeo en los infiernos.

Para Villalobos el Amor surge de la juventud y convierte a la pareja protagonista en un inspirador y potente motor con el que alimentar toda una vida de compañerismo altruista y entregado. Por eso aquí no hay tres sino cuatro personajes que son dos. Orfeo joven y viejo, Eurídice joven y vieja. Los jóvenes son el amor, lo que da más posibilidades de protagonismo a una emergente Leonor Bonilla, un Amor trasmutado en el tercer acto en Eurídice, compartiendo el rol con Carbone. Mientras el actor Martín Puñal encarna también al Amor, esta vez en la persona de un Orfeo joven y enamorado, que declama a Sartre al principio del último acto y esboza unos pasos de baile en esta versión estrenada en París una década después de su estreno vienés en italiano. El infierno es el dolor, nunca mejor representado que entre las almas condenadas a la enfermedad que habitan en un sanatorio, donde se ambienta un segundo acto enérgico, truculento y desasosegante, lo mejor de la función. Y el único final lieto posible es asumir la desaparición del ser querido, la propia soledad y la espera conforme del desenlace que a todos nos espera, la muerte. Vestuario, escenografía y actitud, todo recuerda al laureado film de Michael Haneke sobre el Amor, inspiración en la que basa Villalobos esta visión de la tragedia clásica que prescinde del mito y su influencia en las artes, especialmente musicales, para centrarse exclusivamente en el dolor del amor. Salvo en ese acto central, su dirección necesita más trabajo, llenar los momentos instrumentales, más abundantes en la versión francesa por destinados a un baile aquí ausente, con movimientos más inspirados y decididos, pues en sus actos extremos la producción nos pareció algo plomiza. Presupuesto manda y, como era de esperar, todo es sencillo y humilde, aunque deja apreciar la capacidad del teatro para albergar producciones de enjundia, con cambios ágiles de escena y maquinaria solvente para resolverlos. En este punto celebramos también el buen trabajo de iluminación desplegado por Miguel Ruz.

Más decepcionante resultó la función en el aspecto puramente musical. A una Filarmónica de Málaga que en su esfuerzo por sonar en estilo derivó erráticamente en más austeridad de la conveniente y una ausencia total de morbidez y sensualidad, hubo que añadir una batuta monocorde, autómata y sin sensibilidad, y unos recursos especialmente pobres en los metales, provocando una continua languidez, uniformidad y carencia de fuerza expresiva. Mucho mejor resultó la Orquesta Manuel de Falla en aquel Orfeo y Eurídice más convencional de hace quince años en el mismo teatro, donde destacaron las muy satisfactorias voces del contratenor Flavio Oliver y la sopranos Beatriz Lanza y Ruth Rosique, presente también ayer entre el público. La voz de Orfeo en la versión francesa de este título imprescindible y renovador de la ópera en lo dramático y lo musical, deriva del castrato contralto o soprano, según quién lo cantara, al tenor que la estrenó en París, porque allí no gustaban los castrati. Desde la versión adaptada por Berlioz puede también cantarlo una contralto, en consideración a Pauline Viardot, e incluso un barítono. Como hijo de las musas y padre de la música, Orfeo se adapta a todos los timbres de voz, siempre que se haga en estilo. José Luis Sola ni posee la capacidad y la fuerza para sostener todo el peso de la función, ni logró adaptar su registro al tono y el estilo adecuados, por lo que parecía estuviésemos escuchando a Verdi o Bizet en lugar de a un autor clásico cada vez que entonaba un recitativo o un aria, todo un dislate. Además acusó frecuentemente estridencias, estrangulamiento e incómodos cambios de registro, y fue incapaz de afrontar agilidades ni provocar impacto emocional. En cuanto al coro, hizo un trabajo competente salvo en algunos pasajes en los que acusó falta de coordinación y cierto desequilibrio. Con una batuta y un tenor protagonista fuera de estilo, poco pudieron hacer el resto, unas competentes Leonor Bonilla y Nicola Beller Carbone que lucieron lo que pudieron y cómo pudieron dentro de un espectáculo tan incómodo para un público mínimamente exigente – luego está el que aplaude a todo – como para el implicado más consciente y autocrítico.