No es solo que antes hubiese zangolotinos, zascandiles y pilinguis y que ahora haya perroflautas, hipsters y pansexuales; no es solo que antes le diese a uno un patatús y ahora sea obligatorio llevar brackets; no es solo folclore. Es mucho más serio: es, sobre todo, que lo que decimos construye el mundo en que vivimos. Esto, que tan sesudamente han sostenido algunos filósofos y semióticos, lo expresa ahora con delicioso humor y científica (y documentada) ternura la periodista almeriense Mar Abad en su libro De estraperlo a postureo (editorial Vox); un paseo espectacular y restaurador por las palabras claves de las últimas cinco generaciones y por la realidad que contaban y cuentan. Una idea que le propuso Larousse a través de la editora Sofía Acebo y que a Mar Abad le entusiasmó. «Me pareció un reto fantástico porque amo las palabras, amo la historia, amo la sociología y amo la cultura popular», explica.

«No planteé este libro como un académico que imparte una lección», cuenta la autora. «Nada más lejos. Mi actitud fue observar el lenguaje como el que mira por primera vez para evitar ideas manidas, generalidades y prejuicios». Pero por mucho que se quiera no contaminar lo observado con posicionamientos previos, la actitud del investigador influye siempre en lo investigado. Puestos a elegir un apriorismo, Abad escogió el humor. «Intenté buscar muchas situaciones de humor porque creo que la vida es mucho más plena, más bella y más noble si te ríes tanto como puedes. Ante aquel horroroso la letra con sangre entra, yo creo en la letra con humor y con amor entra. Es fantástico aprender y reflexionar sobre cualquier cosa, pero si además te lo estás pasando bien, ¡imagínate qué triunfo! Para mí es una filosofía de vida que aprendí en mi amada tierra andaluza y por mi cultura epicúrea mediterránea».

Pretender condensar el alma de este libro en la jaula de una sola página de periódico significaría privar al lector del placer del hallazgo; de la gracia de descubrir y recordar su vida y la de los suyos a lo largo de 250 páginas donde asomarán al paso 1.900 palabras procedentes de mundos en construcción, mundos en ebullición y mundos en ruinas: biruji, apalancarse, demasié, fanboy, nanai, nicki, chachi, colmado, shippeo, tiquismiquis, haters, piripis, pagafantas, viejóvenes, cuñadismo, piscolabis, pololos, currelantes, fresquíviris, garrulos, descocadas, pucheros, serenos, rebequitas, precariado, poliamor... «Detrás de este libro», cuenta la periodista, «hay muchos otros libros, muchos documentos, muchas películas, muchas canciones, muchas conversaciones con personas de todas las edades y hasta mucha indiscreción. Había veces que iba a bares, parques y cualquier lugar para escuchar formas de hablar distintas a las de mi día a día. Me sentaba al lado de un grupo de adolescentes o de personas mayores a escuchar, con cierto disimulo, cómo hablaban, qué expresiones utilizaban, qué significado daban a ciertas palabras».

«Lo que me ha fascinado de escribir este libro es que me ha tirado muchos prejuicios abajo». Le pasó, por ejemplo, con «esas canciones que tarareaban dabadaba o dubidubi hasta el infinito». «Yo pertenezco a la generación X y mi cultura musical me enseñó que eso era basura. ¡Nada más lejos! Debemos muchísimo a los baby boomers (los jóvenes de los 60) y a la alegría que introdujeron con su música. Me ocurrió igual con la copla. A mí me habían enseñado que ese género era deleznable porque era la música franquista. Ahora me parece una barbaridad. No se puede asociar toda la música al régimen político de su tiempo. Ha sido fascinante descubrir coplas feministas de los años 30 e intentar buscar en coplas posteriores mensajes entre líneas que no se podían decir a las claras durante la dictadura».

«A mí lo que más me llamó la atención fue descubrir cómo las palabras reflejan el cambio de relación que se produce entre las personas en función del régimen político y moral en el que viven. En los años 40, bajo una dictadura nacionalcatólica, era frecuente saludar con un buenas tardes nos dé Dios, apenas se decían palabrotas, las mujeres tenían que atarse la lengua, lo pecaminoso acechaba por todos lados... En cambio, en los 70, con la llegada de la democracia y las ansias de libertad, la jerga juvenil se hizo durísima. Los jóvenes introdujeron en su vocabulario muchas palabras carcelarias y relacionadas con la droga. Entre ellos se trataban de tronco, titi, colega, tú, qué pasa, tío».

Descubrió, mientras trabajaba en su libro, «el poder que tenemos los hablantes al elegir nuestras palabras». Y también vio «claramente» algo que ya sabía y le parecía un gran error: «Intentamos utilizar palabras nuevas para sentirnos actuales, modernos, pero en realidad, cuando solo utilizamos los vocablos recientes estamos limitando nuestro vocabulario y estamos siendo esclavos de las modas», asegura. «Yo creo que hay que enriquecer nuestro lenguaje con palabras de todas las épocas. Eso nos hace más cultos y hace la vida más amplia, más divertida. ¿Por qué hemos de dejar de decir lechuguino al presumido? ¿Por qué no podemos utilizar guateque como sinónimo de fiesta? ¿Porque suena viejuno? Menudo error. Para mí es todo lo contrario: usar palabras antiguas es de modernos, o de guays, como decían los jóvenes de la generación X (los jóvenes de los años 80 y 90)».

Hay una razón para que su libro comience por la Canción del ole: porque, «después de identificar casi dos mil palabras por su época de esplendor, después de dedicar no sé cuantísimas horas a rastrear en profundidad el origen de decenas de términos, después de aprender a mirar las voces como si fuera una destripadora, me di cuenta de una cosa. El cerebro pone el entendimiento en lo que hacemos y lo que decimos, pero hay una fuerza superior, la emoción, la pasión, la alegría de vivir, que va más allá de las palabras y eso es para mí el ole».