Viajes baratos a lugares que no existen

Parece que lo hayan hecho queriendo. Las novedades editoriales para jóvenes y niños traen este mes un montón de obras en las que no solo los personajes y las historias son fruto de la invención del autor, sino también su geografía, desde una isla perdida hasta un universo paralelo, pasando por un pueblecito costero español

04 mar 2018 / 19:51 h - Actualizado: 04 mar 2018 / 21:05 h.
"Libros"
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Aurora no existe. Es la creación de un grupo de escritores que salieron juntos un día en metafórica caravana a buscar un lugar para sus historias, que es lo mismo que hacían los antiguos pioneros americanos cuando se echaban a los prados amarillos con sus carretas de tablas repletas de repiqueteos de latón y de niños descalzos siguiendo la ruta de Oregón o en busca de las tierras oscuras de Kentucky. Como los confines de aquella América imaginaria, también Aurora combina de forma contradictoria, en la mente de sus primeros expedicionarios, ese deseo de arraigo de la fantasía y esa búsqueda de un hogar –por un lado– con el temor a sus malévolas y desconocidas criaturas y el presentimiento de las inhóspitas cualidades que caracterizan a todo territorio desconocido: la naturaleza vengativa, como un viejo dios pagano; las leyendas que arrastran hacia la fatalidad a quienes las escuchan; el eco de los demonios interiores resonando en medio de tanta soledad. Contemplado así, Aurora o nunca, que la editorial Edelvives está haciendo llegar a las librerías, es más el mapa de un tesoro o un juego narrativo que un conjunto de relatos al uso, más o menos afortunados. He ahí la clave que lo hace atractivo como lectura especialmente juvenil: su carácter de prueba, de aventura, de guiño para quien va pasando sus páginas, que no puede evitar convertirse en parte del argumento o, al menos, en uno más de sus extraños personajes. Sus diez autores, en ese afán de crear un mundo a partir de una idea que los comprenda a todos ellos con sus estilos diversos y sus inquietudes particulares, han imaginado un municipio costero en el norte de España donde el único elemento común es que da la sensación de que nadie puede ser feliz. Y con esta ley por delante, capítulo tras capítulo –cada uno de su padre y de su madre, como caminos seguidos por distintos pioneros pero que acaban llevando al mismo sitio–, van asomando los distintos protagonistas y sus situaciones extraordinarias: el músico venido a menos, el ladrón inadvertido, la pintora atormentada, el sacerdote que oculta un secreto..., pobladores de un territorio que carga con una maldición. Como escriben ellos en su epílogo coral, «la memoria de Aurora» acoge «las más fantásticas historias de naufragios y costas malditas, todas ellas marcadas por la culpa». Los creadores de este norteño pueblecito español y de la crónica que arrastra son Mónica Rodríguez, Daniel Hernández Chambers, Gonzalo Moure, Paloma González Rubio, Alfredo Gómez Cerdá, Jorge Gómez Soto, David Fernández Sifres, Rosa Huertas, Jesús Díez de Palma y Ana Alcolea, responsables «de esta colección de delirios, cuadros macabros y relatos estremecedores».

Puede que no sea muy diferente de esta Aurora inventada ese otro paraje al que la gallega Ledicia Costas, creadora de la impagable Escarlatina, ha puesto por nombre Región. Es El corazón de Júpiter, una doliente novela juvenil publicada con Anaya que prefiere moverse por territorios ampliamente explorados y comúnmente conocidos y sufridos: la soledad del adolescente en los momentos álgidos de la sublimación de su ego, los abusos escolares, la sordera inherente al diálogo intergeneracional, la poetización de la ignorancia, el espanto de las comunicaciones por internet y los monstruos que moran en sus profundidades abisales, la normalización de la homosexualidad, la certeza de poder cambiar el mundo, la hiperestesia del preadulto, el tremendismo sentimental... Ha hecho bien la autora tirando de Charles Dickens y de una frase de Historia de dos ciudades para prologar uno de sus capítulos, porque con ella clava los misterios de esa edad tiránica y prometedora: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la desolación». Esa edad en la que uno muere y resucita cada diez minutos. Con un poco de suerte.

De la misma editorial acaba de salir un libro infantil que sorprende y agrada por su bendita sencillez y su amor por el oficio de contar historias. Se titula La isla de los libros andantes, está muy bien escrita y cuenta entre sus méritos con el alivio de no haber pretendido ser una versión mantecosa de Los viajes de Gulliver, sino una historia escrita por John, el hijo de aquel aventurero llamado Lemuel que conoció Liliput, Brobdingnag, Glubbdubdrib y Balnibarbi, y que se hace a la mar en busca de ese padre con la única guía de los cuentos que este le contaba de vuelta de sus largas travesías. El hecho de que todavía en 2018, en medio de todo este chiribiteo hipertecológico del rabioso presente, haya quienes encuentren fascinante aquel mundo de islas desconocidas, tribus imposibles y prodigios que aguardan a la vuelta de una página, es uno de los grandes honores de la literatura, que poco a poco se va convirtiendo en la única esperanza de futuro verosímil para esta especie suicida.

Hablando de largos viajes, especies suicidas, territorios inventados y libros con nombre de planeta: la editorial Narval está sacando del horno justamente ahora Ío, de Daniel Piqueras Fisk, que es un tipo con el que cualquier persona en su sano juicio desearía irse por ahí a tomar una cerveza. Sus libros no tienen letras: son lo que tan modernamente se llama novelas gráficas (aunque, bien pensado, deberían llamarse novelas ágrafas, pero esto no se debe decir porque es culto y pedante a la vez, así que puede que incluso esté penado). La última vez que habló para estas páginas, con ocasión de Glup!, su anterior libro, Piqueras Fisk dijo entre otras cosas lo siguiente: «El simbolismo de la historia no es premeditado. No la he creado con la intención de provocar unas u otras emociones. Ha sido todo más sencillo: le quité las palabras a una bonita historia y el lector hizo el resto». Aquí sucede lo mismo. Hay un momento en que uno se enfada con el libro porque cuando anda ya por la mitad no sabe de qué narices va, y la sensación de ser tonto se vuelve opresiva... pero se trata de una partida más de ese juego de las interpretaciones que tan buenos momentos (para qué acordarse de los malos) ha dado a los lectores. Las peripecias de un náufrago para acabar dando tumbos en un globo por este sistema solar, sin el apoyo no ya de una triste botella de oxígeno sino ni siquiera de una sola palabra, ofrece al joven propietario del libro la oportunidad de convertirse en parte del equipo de guionistas. Eso sí, sin derechos por venta de ejemplares.

Metidos en harinas siderales: ¿qué es Grandville? Grandville es un universo paralelo creado por Bryan Talbot, que prefiere referirse a su obra como «un thriller científico-romántico del inspector LeBrock de Scotland Yard». Publicada ahora su quinta y definitiva entrega, subtitulada Fuerza mayor, es un mundo exactamente igual que este salvo por dos matices: que los habitantes son animales antropomorfos (e igual de antropolistos y de antropotontos que los actuales moradores del planeta, en eso no hay añadidos notables) y que, en este caso, los ejércitos de Napoleón sometieron a Europa de tal manera que Inglaterra no obtuvo su independencia hasta prácticamente anteayer. No hace falta haberse leído los cuatro libros anteriores para comprender este cómic tan sherlockholmesiano, tan londinense, tan elegantemente demodé que Astiberri acaba de colocar en la mesa de novedades de las librerías. Para el que guste de este tipo de obras gourmet, el deleite está garantizado. Aunque, puestos a ser sinceros, cabría presentar un par de objeciones que son más una pataleta de anciano que un juicio justo: esa entrega desaforada al ordenador como gran artífice de la ambientación extraordinaria, de los colores exquisitos, de los formidables brillitos neblinosos de la ciudad nocturna y los interiores gangsteriles, de esas sombras inquietantes y premonitorias... se hace empalagosa. Se agradecería (y no solo en este libro, sino en otros muchos) más caballete, más mesa de dibujo y menos paleta gráfica, aunque el resultado no sea tan perfecto, tan bonito, tan de molde, tan abundante. Y algo más: no había ninguna necesidad de que un historión como el de Grandville lo protagonizaran percebes, tejones, cabras montesas, langostinos ultracongelados y ratas almizcleras. Alguna culpa debía de estar pululando por la mente del autor cuando escribió, en la justificación de este libro, que «los relatos con personajes antropomorfos no tienen nada de nuevo, llevan rondando desde que el ser humano comenzó a contar historias», y que él los leía de chico y le gustaban mucho. Claro. También le gustarían los helados y no ha puesto de protagonista a un frigopié. Es tan bueno Grandville que haberle restado verosimilitud por ese afán es, tal vez, un desperdicio. Aun así, hay que leerlo. Aunque solo sea para coger luego por las solapas al mitificado Bryan Talbot y espetarle que, en este mundo, por suerte, todos somos menos listos de lo que nos creemos. Al menos, en este universo para lelos.

Antes de acabar, parada obligatoria –y admirada– delante de los libros para los más pequeños con intención de expresar otras dos verdades particulares: una, que la colección Cubilete publicada por Bruño es para comérsela con papas y para comprárselos todos, aunque no haya niños en casa; otra, que si Kalandraka sigue lanzando libros como este ¿Por qué? de Nikolai Popov va a ser preciso declarar el estado general de enamoramiento en el mundo de la lectura. Al igual que Ío, aunque en otro estilo, este volumen tampoco emplea palabras para contar cómo el enfrentamiento entre una rana y un ratón por una solemne estupidez puede acabar convirtiendo el mundo en cenizas. «Si los niños y las niñas pueden entender la insensatez de la guerra, si se dan cuenta de lo fácil que es caer en un ciclo de violencia, quizás en el futuro se conviertan en impulsores de la paz»: esto es todo cuanto aparece escrito como epílogo de la obra. Y en cuanto a los cubiletes: el repertorio entero, desde Hay un monstruo en tu cama hasta No abras este libro, pasando por Luna, es lo más gracioso, simpático, entrañable y poco tramposo que se ha visto de un tiempo a esta parte. De ellos y de otros más se hablará abundantemente en la próxima cita con estas páginas, tan pronto como lo permitan su imaginaria geografía y el estado de la mar periodística. Que también tiene sus misterios, sus odiseas y sus criaturas insospechadas.