«En un avión me siento totalmente seguro»

José Luis de Augusto tripulaba el A400M que hace un año se estrelló en una finca cercana al aeropuerto de San Pablo. Fue uno de los dos únicos supervivientes del fatídico vuelo de prueba. 365 días después, y con una grave lesión medular, mira al futuro con una acérrima ilusión: vivir. Que no es poco

07 may 2016 / 23:53 h - Actualizado: 09 may 2016 / 21:58 h.
"Aeronáutica","Airbus","A400M","Accidente A400M"
  • José Luis, durante la entrevista realizada en su domicilio. / Pepo Herrera
  • «En un avión me siento totalmente seguro»

Sábado, 9 de mayo de 2015. Pasadas las 13 horas. El AVE Madrid - Sevilla empieza a tomar velocidad. Sara se acomoda en la butaca, desenfunda su tablet y navega por internet. Carga una web informativa y un escalofrío recorre su cuerpo, como una descarga eléctrica que entumece sus músculos y absorta la conciencia. Miles de bits, en forma de noticia siniestra, la golpean de repente. Remira su móvil, que no presenta novedad. Sigue ahí, la última palabra recibida. Tan usual, tan repetida cada día. El gerundio que es acto y vida: Despegando. Aunque tecleado minutos antes, el mensaje de Whatsapp de José Luis ya había caducado.

Sara sabía que su marido iba en el único vuelo de ensayo que la FAL (Línea de Ensamblaje Final, por sus siglas en inglés) de Airbus en Sevilla había previsto para ese día. Efectivamente. El A400M que tripulaba este joven ingeniero se había precipitado tras un vuelo de prueba de poco más de tres minutos, llevándose por delante una línea de alta tensión. Columna de humo, fuego, explosiones. Y muertos. El regreso en el tren de alta velocidad parece recrear un periplo del Orient Express: zozobra y angustia en la eternidad.

Cerca del lugar de autos, casi oliendo la negra humareda que ascendía al cielo, un coche intenta superar el precinto de seguridad. Su conductor, dueño de una empresa en las proximidades, había oído que un A400M se había estampado contra el suelo. Está histérico. Conoce a uno de los tripulantes, su propio hijo. El mismo que sin saber cómo, y mientras padre y familia ya se esperaban lo peor, acababa de zafarse de las oscuras fauces de un avión en llamas.

Miércoles, 27 de abril de 2016. Pasan 30 minutos de las 17 horas. Sevilla, en la frontera entre el centro histórico y calles extramuros. Suena el timbre. Sara abre la única puerta del último piso. José Luis la escolta y ambos saludan con agrado. De no ser por la silla de ruedas, nada fuera de lo común se aprecia en alguien que ha sobrevivido a un gravísimo accidente de aviación. De hecho, ni el citado artilugio ha de considerarse como un elemento chocante por los tiempos que corren. José Luis la maneja con soltura. Conduce con suavidad, impulsa, controla la fuerza que imprime y frena en el lugar adecuado. «¿Estoy bien aquí para la entrevista?», pregunta animoso. Hay más luz, y ahora sí que se atisba una cicatriz que horada su frente. Mínima, pero visible. El estigma del día que cambió su vida.

Pero ese no es el único ni el más importante reducto que su cuerpo conserva de la tragedia aérea. Lo constata el vehículo adaptado. El tremendo impacto de la aeronave contra el suelo le produjo la fractura de cinco vértebras. Una de ellas le alcanzó el canal medular, ocasionándole una grave lesión de médula. José Luis de Augusto perdió la movilidad en sus piernas, pero ganó una vida. Su historia es la de un esquinazo a la parca que sirvió para renovar la visión del mundo que nos rodea.

Tomo asiento en la inmensidad de un salón diáfano. Luminoso. Agradable a los sentidos. Hay un ventanal descomunal que se hace notar. Está abierto de par en par. En lontananza, cientos de tejados parecen flotar sobre un horizonte donde se destacan los dos colosos que tocan el cielo hispalense: Giralda y Torre Sevilla. El piso, de construcción antigua, está totalmente reformado. Su decoración evoca aires modernos, todo muy funcional. La estancia incluye un rincón que a su vez es lugar de trabajo. Bien visible, un escritorio soporta el ordenador. Junto a él, otro objeto centra mi atención. Es la primera referencia aeronáutica que localizo en la vivienda, una maqueta del A400M, el sublime monstruo aéreo que se ensambla en Sevilla. A milímetros, tendidas en el escritorio, emblemas de piloto. Empiezo a caer en la cuenta de que he venido a charlar con un aviador.

Bebo agua, trago saliva y disparo. «¿Qué recuerdas de ese 9 de mayo de 2015?». Mientras cae el signo de interrogación de mi primera pregunta, pienso que debiera haber suavizado tan traumática cuestión inicial. ¡Insensato! Nada más lejos de la realidad. La gestualidad amable de José Luis me transmite una extraordinaria confianza. Impertérrito, el protagonista de esta cruda historia narra los hechos que antecedieron al percance. «Era un día normal de trabajo. Como cualquier otro. Todo dentro de la normalidad». Lo dice incluso esbozando una leve sonrisa que incluso provoca que llegue a imaginar que difícilmente podré encontrar un interlocutor tan afable. Seguimos con el relato de ese primer y último vuelo del MSN23, el A400M que tenía por destino la Fuerza Aérea turca. «Antes de poner el avión a volar existen una serie de ensayos que se realizan en tierra durante tres semanas, luego ya viene el primer vuelo. Normalmente se realizan dos o tres pruebas en el aire para dejar el aparato listo para entregar al cliente», explica quien encarnaba ese papel vital de ingeniero de ensayos en vuelo, una especie de examinador que barema el funcionamiento de tan complejo trasto.

El A400M despega, y algo no va bien. «Como Airbus ha publicado, hubo un problema con el control de potencia que afectó a tres de los cuatro motores». Segundos de tormento que aunque no con nitidez, José Luis guarda en su memoria: «intentamos realizar la vuelta al aeropuerto, y bueno... no conseguimos alcanzar la pista y procedimos a aterrizar de emergencia». La maniobra se ve abruptamente interrumpida por una línea de alta tensión. Colisionan en superficie y el avión casi se hace añicos. La aeronave había bajado en cuestión de segundos 1.725 pies a una velocidad de 160 nudos. En métrica cristiana, hablamos de más de 500 metros de descenso a 300 kilómetros por hora. «¿Y?», respingo con un monosílabo, animado por la cercanía que reina en la entrevista. «Bueno... todo el mundo sabe lo que ocurrió. De repente me vi en un hospital. Me sedaron, no puedo recordar más», narra con extremo sosiego alguien que ha visto cómo una mole de tropecientos kilos con la que surcaba el cielo se cae repentinamente, atrapándolo –tras milagrosamente permanecer con vida- en una amasijo en llamas con estrépitos de explosión. «Siempre he tenido en mente que he sobrevivido a un accidente bastante duro. Tengo los pies en la tierra, y reconozco mi suerte», responde de nuevo, en una especie de segunda contestación, tras unos segundos en reflexiva pausa.

«Pero, ¿recuerdas cómo escapaste de ese avión en llamas?», insisto, sobrepasado por lo tranquilo de la narración de un hecho tan espeluznante. El detalle concreto es espantoso y con consecuencias fatídicas en otras personas –de los seis tripulantes, cuatro fallecieron-. Tanto que José Luis, en una mezcla de respeto y autoprotección, me pide eludir tan duro pasaje. Sin embargo, aprovecha la ocasión para agradecer el providencial auxilio de las personas que vieron el impacto y acudieron prestos al rescate. «No he tenido hasta ahora la oportunidad de decirlo, pero es muy de agradecer la valentía que tuvieron de acercarse al avión, darnos los primeros auxilios y separarnos de la zona». La realidad es que le salvaron la vida.

Desde ese momento, mientras Sevilla y España se sobrecogían por una tragedia aérea con graves afecciones para una factoría esencial en la economía andaluza, José Luis luchaba con ahínco por permanecer vivo. Con miles de horas de vuelo de experiencia, había sufrido un horrible accidente que cambió de forma radical sus condiciones vitales. Ahora, un año después, ha ganado la batalla de poder contarlo, pero sigue día a día guerreando por mejorar su existencia. Fue sedado tras ser rescatado e ingresó muy grave, con ventilación mecánica y severos traumatismos, en la unidad de cuidados intensivos del hospital Virgen del Rocío, donde despertó a los pocos días. «Agradecemos al personal hospitalario el buen trato, fue todo muy bien, la operación y la atención», interrumpe Sara, hasta ahora atenta oyente del relato de su marido. De la UCI pasó a la unidad de lesionados medulares, primero en la zona de agudos, donde estuvo treinta largos días. Otros cinco meses los pasó en la unidad de subagudos, en el hospital San Juan de Dios de Bormujos. «El accidente me ha provocado un daño en la médula del que no existe cura, y es el que más ha cambiado mi vida». Una nueva realidad que aún está en proceso: «mi trabajo (bromea) es ir cada día cuatro horas y media al hospital, asimilando de forma progresiva las secuelas que vienen a partir de la lesión y trabajando en mi rehabilitación. Es duro de llevar y de adaptarte. No es fácil. Supongo que es cuestión de varios años. Yo creo que estoy aún en la etapa de asimilación». Sin embargo, su narración es la de alguien que ya ha comprendido el valor supremo que tiene la vida extra que el destino le ha deparado. «Tengo limitaciones, pero he ganado en otros aspectos. Desde el punto de vista social he conocido realidades que de otra forma no sabía que existían. En la unidad de lesionados medulares observas que existe un grupo de personas que realmente sufren, como yo, una lesión devastadora, y que lo sobrellevan de forma positiva».

Un trance complicado que no todo el mundo es capaz de afrontar con esperanzas. Pero como ya adivinará el lector, ese no es el caso de José Luis. «Nada es igual. Mi vida profesional y personal ha cambiado. Formo parte de un colectivo de discapacitados que soportamos trabas y hay que ir adaptándose. Aprovecho para reivindicar que hace falta más ayuda institucional para este grupo, de lesionados y de profesionales que los tratan. Es un impacto muy grande, y se debería tener más consideración con ellos».

Como si de una acrobacia aérea se tratara, su vida ha virado 180 grados. Si antes giraba en torno a la preparación minuciosa de aparatos para volar, el objetivo de su cotidianeidad es el no menos desafiante ajuste de su organismo. Tratar de recuperar aptitudes físicas, ganar autonomía y cómo no, despegar de nuevo hacia sus sueños primitivos. Con formación de piloto comercial e ingeniero aeronáutico, dueño de un currículo imponente y unas capacidades intelectuales extraordinarias, el aeropuerto donde José Luis quiere aterrizar se llama reincorporación laboral. Y no hay mejor pista de aterrizaje que la que considera su casa: Airbus. «Mi deseo es volver, si la lesión me lo permite. Aunque no realizando las actividades que tenía. Ya no puedo volar». Tras esto, se hace el silencio. De esos en los que la emoción se palpa. Volar era su vida, su pasión. El desvelo de su niñez. «Pero entiendo a la perfección que ya no pueda hacerlo. Cualquier persona que trabaje volando necesita estar óptimo en unos reconocimientos médicos que mi lesión me impide superar». La madurez de alguien a quien arrebatan algo que forma parte de sus instintos primarios significa una auténtica lección de vida. Un ejemplo para quienes no idean motivos que animen a seguir adelante en un mundo que a veces resulta hostil. «Nos creamos una serie de valores superfluos que luego te das cuenta de que no son los que aportan la felicidad. Hay que replantearse que la felicidad está en nosotros mismos», concluye, haciendo magistral el escarmiento.

Más allá de las secuelas, la terrible experiencia de vivir un accidente de avión no ha sido capaz de ahuyentar las ganas de volar de este apasionado de la navegación aérea. Lejos de desarrollar fobia a las alturas, José Luis buscó volver a flotar por encima de las nubes, en este caso, como pasajero de un vuelo comercial. Sin miedo ni nervios. «Formo parte de este sector, y confío plenamente en todas las medidas de seguridad. En un avión me siento totalmente seguro, es un lugar muy reconfortante para mí».

El recuerdo a los compañeros con lo que compartió la aciaga vivencia del accidente llega cuando hablamos de la factoría Airbus de Sevilla, que explotó en júbilo el día que retornó, de visita. «Se han volcado, han tenido un comportamiento espléndido. Les estoy muy agradecido. El accidente afectó mucho, porque somos un equipo muy involucrado en la fabricación del A400M. Quiero recordar sobre todo a los compañeros fallecidos, y al otro compañero tripulante que afortunadamente tuvo mi misma suerte y salió con vida. Es fuerte, pero es real si digo que estábamos haciendo lo que más queríamos». Y le pregunto, prometiendo que sería mi última cuestión del día. «¿Has pensado alguna vez que por qué demonios estabas allí ese día?». La respuesta, que casi me la podía imaginar, es categórica: «jamás», adobada por la confirmación sincera de su esposa. «Nunca se nos ha ocurrido maldecir el hecho de que se dedicara a ese trabajo», que era nada menos que probar aviones en vuelo. José Luis asiente su respuesta con absoluta decisión. «Me siento muy afortunado de los años que he vivido, de pertenecer a este proyecto, del que tenemos que ser conscientes la importancia que tiene en Sevilla, España y Europa. Siento que en ese momento (el del accidente) estaba en el lugar adecuado».

Mientras saboreo la última afirmación de mi entrevistado, un auténtico canto a la nobleza, inspecciono elementos que antes pasé por alto. Un reloj de pulsera negro, con detalles verdes, vive pegado en la pared. Es el mismo que advertí en su perfil de Whatsapp. «Lo llevaba el día del accidente. Ambos sobrevivieron juntos», apostilla Sara. El otro objeto es un avión, de frágil papel y enérgica dedicatoria grabada en sus alas. Y volverás a volar, reza con grandes letras. Y pienso, mientras apago mi grabadora, que no existe frase que pueda reflejar mejor el epílogo de su historia. Mente que vuela alto cuyos pies están bien asentados en la tierra.


NACIDO PARA VOLAR

El 16 de julio de 1983 vino al mundo José Luis de Augusto Gil. El 9 de mayo de 2015, casi 32 años después, nació otra vez. No hay muchas personas que puedan decir que el destino le haya concedido una vida extra. Y para él, seguro que no hay mejor lugar para renacer que entre el fuselaje de un avión, aunque estuviera en llamas y amenazando con explotar. De pequeño se acostumbró a ver aviones sobre su cabeza. Este sevillano, criado en Valdezorras, dibujaba sueños en los que él era el auriga de tan soberbios carros voladores. Cuando pudo, se puso a los mandos. Tenía 19 años, el cielo en sus manos y muchas ganas de más. Se hizo piloto comercial, y como tal ejerció. Sin embargo, pensó que una vez que sabía manejarlos, quería también construirlos. Sin dudarlo, y como quien papiroflexia un aeroplano, cursó con éxito una ingeniería aeronáutica. Acumuló un bagaje excelso y aterrizó en 2009 en Airbus, para convertirse en el hombre de la prueba del algodón: ingeniero de ensayos en vuelo del A400M, testador de aviones de guerra que habrán de estar sometidos a las condiciones más extremas. «También en misiones humanitarias», advierte cuando de bélica se habla. José Luis es calmado, extremadamente simpático y muy buen conversador. Es ese chaval con el que todo el mundo estaría dispuesto a tomarse una cerveza. Con él y con Sara, su alter ego. Su mujer desde 2014, aunque si de compañera se trata, hablamos de década y media. Se casaron, no puede ser de otra forma, bajo la bendición de la Virgen de Loreto de Espartinas, patrona de la aeronáutica, «y del Aljarafe». Claro está, la familia de Sara es oriunda de Albaida. Por si fuera poco, José Luis le ha dado a la guitarra, a la hípica, al bricolaje «montó él solo el suelo de nuestra casa» (su mujer lo eleva a los altares) y al ciclismo. Y como suele pasar en quienes tienen ese don especial, casi todo le sale bien. En las dos ruedas llegó a ser campeón de Andalucía en categoría cadete. Lo dejó porque le daba miedo la carretera. Nótese la ironía. De volar a cientos de metros de altura y a velocidades de vértigo, ni mijita. Para colmo, siendo estudiante de ingeniería, desarrolló un completo estudio que permitiría implementar de forma fácil y directa los posibles conflictos en ruta que puedan ocurrir en la navegación aérea. Hoy en día, hay compañías que lo tienen en fase de desarrollo como una opción utilísima. Por supuesto, por el trabajo le dieron un premio nacional. Estoy seguro de que me dejo atrás otras muchas cuestiones que relatan mejor su rica existencia, pero prefiero dejarlas para un segundo encuentro que espero con afán. Con él, da gusto hablar.