«No estábamos locos, sino decididos»

Arrozúa. La mitad del arroz de Sevilla es producto de un prodigio. Nadie daba un duro por la cooperativa. Salvador Cuña y Antonio Llopis explican las claves del éxito

30 oct 2016 / 19:20 h - Actualizado: 31 oct 2016 / 07:10 h.
"Agroalimentación","Entrevista"
  • El secretario de Arrozúa, Antonio Llopis (izquierda) y el presidente de la cooperativa, Salvador Cuña, esta semana en uno de los almacenes de arroz. / Fotos: Manuel Gómez
    El secretario de Arrozúa, Antonio Llopis (izquierda) y el presidente de la cooperativa, Salvador Cuña, esta semana en uno de los almacenes de arroz. / Fotos: Manuel Gómez
  • «No estábamos locos, sino decididos»
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«No veas las cigüeñas el arte que tienen pelando los cangrejos, ¡no ni na! Los pelan más bien que la mar; les sacan la carne y dejan las cáscaras limpias», comenta jocosamente Salvador Cuña, el presidente de un prodigio llamado Arrozúa. Una cooperativa por la que nadie daba un duro en los años ochenta, cuando se les ocurrió la idea a un puñado de agricultores jóvenes que, contra los consejos de sus mayores, decidieron hacer con el futuro que se les estaba echando encima lo mismo que las cigüeñas con los cangrejos. El resultado es hoy una industria gobernada desde Isla Mayor que gestiona la mitad del arroz de la provincia de Sevilla, repartido todo él a ambos lados de este tramo del Guadalquivir. Salvador y Antonio Llopis, el secretario de la cooperativa, están marcados desde aquellos orígenes inciertos con la impronta del tesón. Porque no fue un milagro, aunque esta palabra le venga bien a la inmensidad de aquellas llanuras, hoy doradas y repletas de aves con Doñana al fondo; ni aunque resuma el sorprendente final feliz de un fracaso anunciado por la inmensa mayoría de los arroceros de aquella época, descreídos de las cooperativas debido a las cicatrices de heridas muy serias y profundas que venían de antes.

«Yo, porque ya estaba casado entonces y eso, pero mi padre, si hubiera podido, me habría dado dos guantazos cuando le conté que queríamos hacer una cooperativa», barrunta Llopis, un apellido que llegó a esta comarca procedente de la muy arrocera Valencia precisamente con su padre. «Entonces acudían aquí miles y miles de personas a hacer todos los trabajos. Empresas no había, solo arroz. Venían miles de personas en la siembra, que se hacía desde marzo, y luego estaba el trabajo de la planta que era todo manual. Era muy laborioso. Venían quince o veinte mil personas tranquilamente» calcula el secretario. El arroz era entonces asunto de cada cual. Los agricultores se apañaban por su cuenta con sus ocho, diez o doce hectáreas, las que tuvieran, y con esas parcelas sacaban adelante a sus familias. En aquellas fechas, el arroz se recogía antes que ahora: hacia agosto y septiembre ya se estaba cosechando, y se secaba en el mismo campo. Se hacía en unas gavillas grandes ubicadas allí mismo. «Después se transportaba a unas eras y se trillaba con unas trilladoras antiguas y ya iba directamente a los sacos, ya tenía una humedad de 13 o 14 grados y ya era óptimo para almacenarlo. De ahí se guardaba en sacos y los industriales se lo llevaban, y con eso terminaba el trabajo del agricultor», la viva estampa ese sufrido campesino tan poético como improductivo, el de toda la vida de Dios, que dibujaban los antiguos libritos de Primaria para que los niños se sintieran orgullosos de la España machadiana.

Acabar con eso en la Isla costó lo suyo. «Eran finales de los setenta, principios de los ochenta, y ya habían empezado a entrar las cosechadoras. La mecanización hizo que todos aquellos miles de personas dejaran de venir, pero el agricultor se encontró aquí sin medios para secar todo ese arroz», explica Antonio Llopis. Llegaba un momento en que no tenía ni siquiera dónde meterlo. «Entonces había que parar. Tenías que dejarlo. Pero año que pasaba, máquinas nuevas que cosechaban más, y seguía sin haber medios. Teníamos que entregarlo directamente de la cosechadora a la industria en verde. Malos precios, malos rendimientos, beneficios por tierra y situación muy delicada».

«Nos estábamos incorporando nuevas generaciones, porque aquí fue mi padre el que vino en los años cincuenta. De los 17 o 18 veinteañeros que éramos, yo era de los más jóvenes. Hicimos una reunión a través de jóvenes agricultores y nos planteamos por qué no hacer una cooperativa de modo que uniéndonos todos pudiéramos sacar adelante las cosas. Aquella idea a mí me convenció y dije que sí sobre la marcha. De hecho, en la primera reunión que hicimos en la cámara agraria, en una libreta, empezamos a apuntarnos y a pedir el dinero. Ese año lo pasamos moviéndonos y preparando cosas y en esa cosecha juntamos 600 hectáreas y les suministramos los abonos a través de la cooperativa. El distribuidor nos dijo que dónde íbamos, que estábamos locos, que éramos unos críos, pero apostó por nosotros y nos dio el abono para todos. Y empezamos el proyecto para hacer esa cooperativa. Eran 100 millones de pesetas. Tuvimos todas las dificultades habidas y por haber. En el pueblo había ocho o nueve entidades financieras, y nos cerraron las puertas todas. Alegaban que éramos unos niños, que no teníamos nada para garantizar tanto dinero, que el proyecto no era conocido... El problema era también que se tenía muy mala experiencia de las cooperativas. Aquí se habían hecho dos en la época de mis padres, cuando llegaron, y las dos terminaron mal. Las direcciones de las cooperativas, cuando los socios se dieron cuenta... había desaparecido todo el patrimonio. A la mayoría de los agricultores les había pillado con parte de la cosecha entregada, cosa que no sentó bien. Mi padre lo pasó muy mal. Él tenía nueve hectáreas, éramos seis de familia, y sacar a seis de familia con nueve hectáreas era... Así que perdió parte de la cosecha. De manera que cuando le hablas de hacer una cooperativa su reacción primera es decirnos que estamos locos. Pero no estábamos locos, estábamos decididos, y quisimos ir adelante» evoca Llopis. «Entonces, en la rueda que hicimos visitando a todas las entidades, en la Caja Rural coincidió que había un director general muy volcado en el tema de las cooperativas agrícolas, se le presentó el proyecto y nos dio carta blanca. Y de ahí empezamos».

«Juntamos 600 hectáreas. Éramos 21 o 22 socios. A 500 pesetas por cabeza para ser socio, y luego cada uno su amortización anual para los pagos del banco, claro. Nos metimos, hicimos las obras, montamos un secadero mecánico», relata. Pero el resto eran reacios. El arroz es un cultivo en el que se ha ganado dinero, como cuentan en Arrozúa. «Quizá no para tirar cohetes, pero se sacaba adelante a la familia». Es un cultivo que no tiene grandes enemigos, quitando la sequía, y la gente –en el arroz y en todo lo demás– procura no menearse bajo la absurda tesis de que todo es susceptible de empeorar, como si hubiese otra vida para seguir experimentando posibilidades. El caso es que «en aquellas fechas había muchas personas mayores al frente de sus explotaciones que no se terminaban de fiar de tanta juventud ni de un sistema nuevo como para entregarnos su cosecha. Además, a nadie se le presionaba para que entrara. Pero claro, la gente empieza a ver que eso funciona. Al año siguiente ampliamos la misma cooperativa con otra nave igual y empezamos a aumentar socios. Y al tercer año ya algunas personas mayores que nosotros y que estaban entre nuestra generación y la de nuestros padres, gente de treinta y tantos o cuarenta años, se unen y hacen otra cooperativa con otras instalaciones iguales. Y funcionan perfectamente. Y un año después se crea otra más grande». Con lo que de repente, de ser un fracaso cantado como decían los viejos, se pasa a tres cooperativas haciéndose la competencia. Por si fuera poco, había otra más en el pueblo y una quinta en el Bajo Guadalquivir. ¿Cuánto costó ponerlos a todos de acuerdo y conseguir formar una sola entidad capaz de organizar y concertar los intereses de todos, sacarle brillo a las sinergias, plantear estrategias interesantes (como la diversificación de especialidades de arroz, para ampliar tanto las posibilidades del mercado como los tiempos se cosecha) y todo lo demás que salta a la vista? «Veinte años».

El tiempo pasa despacio en el campo andaluz. Salta a la vista cuando uno deja atrás los pueblos precedentes y enfila hacia Isla Mayor, atravesando esos lucios repletos de garcillas, gaviotas, moritos y gansos. Como en otras carreteras sucede con los conejos y los erizos, aquí el asfalto está salpicado de blanquísimos plumajes de aves atropelladas; sobrevuelan el coche, bailotean delante como guiando el camino y, sobre todo, inundan el sembrado que ahora aparece ocre, como si todo el día fuese una inmensa hora de la siesta, y que en el otro extremo del año extenderá una jugosa alfombra verde hasta que el verano vuelva a amarillearlo todo. Es difícil, en un lugar así de calmoso, contagiar cualquier clase de prisa. «Desde que hicimos una cooperativa de segundo grado para intentar reunirnos a todos hasta que se hizo la fusión entre la primera y la segunda, más de veinte años pasaron», recuerda el secretario.

Y eso que los políticos echaron una mano o, por mejor decir, no pusieron palos en las ruedas, como aclaran Antonio y Salvador. Pérez Saldaña dicen que fue un buen consejero, en este sentido; él les hizo ver la importancia de la fusión, de sacarle un valor añadido a lo que tenían. «Los políticos en general han sabido estar a la altura de las circunstancias, a pesar de que la mayoría no saben o no sabían ni que existimos».

«Lo que teníamos que hacer era montar la industria, que era lo que nos estaban presionando para que hiciéramos. Ese era un paso muy grande. Los agricultores estaban acostumbrados toda su vida a cultivar su arroz y luego venderlo; así que pasar de ahí a decirle que no, que se va a hacer industrial, que tiene que cultivar su arroz, sacarlo de máxima calidad para elaborarlo y venderlo en blanco y que le liquiden cuando vendan el arroz, era un paso muy grande que todos los socios no tenían claro». Finalmente, el tiempo y la contundencia de una realidad que se mostraba exitosa y racional hicieron su trabajo. Tras un montón de vicisitudes que no se detallan para no hacer engorrosa la lectura y, sobre todo, tras la construcción del molino propio –uno de los grandes hitos de la historia de estos arroceros sevillanos–, en 2008 se firmó al fin la fusión. Hoy, Arrozúa gestiona unas 13.000 de las alrededor de 25.000 hectáreas arroceras de Sevilla (dicho en kilos: 120 millones al año). Su arroz llega a toda España, además de a Portugal, Francia, Inglaterra, Holanda, Alemania, Albania, Turquía... Volcados sobre todo en la marca blanca, trabajan con Día, El Corte Inglés, el Grupo IFA... Hoy, los socios son ya 800. «Ahora mismo damos trabajo a 130 o 140 personas en esta campaña que acaba a final de noviembre. También hay unas cincuenta personas fijas entre el molino y la cooperativa; después viene la campaña de la siembra donde se incorporan otras veinte o treinta personas más».

Allí en la Veta la Mora, donde tiene su sede la cooperativa, se puede decir que de aquel grano de arroz inicial se ha hecho una montaña. Literalmente. Es plena cosecha, y esa especie de Everest arrocero cobra cada día mayor tamaño. Allí van a veces excursiones escolares a ver cómo es todo este asunto, y los chiquillos trepan por los montículos y se tiran puñados de arroz. «Luego, en sus casas, tienen que meter a los niños en la lavadora con la ropa y todo», bromea Salvador. «¡Este grano muerde, je, je!», afirma, cogiendo unos puñados para la foto. Por supuesto, preguntas quedaban por formular todas las del mundo y más, pero había una absolutamente inexcusable y un poco impertinente: pero... ¿a ustedes les gusta el arroz? «¡Me encanta, ja, ja, ja!», se adelanta Llopis. «Por mucho arroz que haya, no lo odiamos. Aquí se ha cocinado siempre muy bien el arroz, porque el valenciano traía la cultura valenciana. Pero vamos, que las mejores paellas que se comen en España se comen aquí. La paella tradicional de pollo, conejo, cerdo... la normal. En la paella cabe todo. El valenciano no admite eso, pero porque el valenciano no sabe hacer el arroz, ja, ja, ja. Aquí se comen paellas tan buenas o mejores que en la Albufera. Peores, seguro que no».

Hablan de sus comienzos, de los primeros golpes de audacia (de suerte, dirían otros), de los reveses y las complicaciones, mientras los pajaritos se lanzan a la carretera a picotear los paluegos que dejan los camiones. Hay aves por todas partes. «Las máquinas mueven el barro y el cangrejo sale», explica Salvador. Y eso es lo que se comen. «El arroz tiene pocos enemigos. El enemigo que tiene es el agua: si el agua que llega viene subida de sal, la hemos liado. En el Guadalquivir, la baja salinidad se mantiene a base de la suelta de agua de los pantanos, que es el problema que tenemos aquí. El agua del río no se acaba nunca: si no baja dulce, sube salada. Eso es una burrada en las fechas en las que estamos. La solución sería hacer una esclusa ahí abajo, pero eso lleva 40.000 años proyectado y no hay forma. El problema es que somos pocos quejándonos. Aquí somos mil agricultores», dice. Bueno, al menos tienen el arroz. «¿Una receta?», repite Antonio. «Mira, muy fácil: coges la cantidad que te vayas a comer de arroz, le pones un poquito de agua, lo hierves un rato, coges un cacharro con leche, lo echas con azúcar y canela y te sale un arroz con leche que no veas».