Asesinato en el Orient Express

¿Por qué te casaste conmigo? –Preguntó ella, incapaz de reprimir un leve temblor en las manos

01 ene 2017 / 21:57 h - Actualizado: 02 ene 2017 / 17:49 h.
  • Asesinato en el Orient Express

—¿Por qué te casaste conmigo? –Preguntó ella, incapaz de reprimir un leve temblor en las manos.

—Eras la mejor opción querida, la mejor de todas sin lugar a dudas. – respondió él, concentrado en ajustarse el nudo de la pajarita. – nunca me he arrepentido.

—Abrázame – suplicó ella, enfrentada a su reflejo en el espejo del coche cama.

El se sintió un tanto molesto por la petición. Terminó de ajustar su prenda y luego observó la espalda desnuda de su esposa. No era la primera vez que ella le pedía algo semejante y le desagradaba esa mala costumbre suya de elegir momentos inoportunos. Aquella noche la solicitud le pareció más absurda de lo habitual, teniendo en cuenta que el habitáculo de primera clase estaba atestado de maletas y ya llegaban tarde al cotillón del vagón restaurante.

La idea de contentarla arrugando su espléndido traje de tafetán negro lo puso nervioso. No le agradaba tocarla, porque sabía que algo terminaba estropeándose en cada abrazo. Sus pensamientos se vieron asaltados por potenciales manchas de carmín en el cuello de su camisa, rastros de polvos faciales mancillando la pechera impoluta o el perfume de ella impregnando sus manos y luchando obstinadamente por vencer al suyo propio.

Un relámpago de enojo lo atenazó y desvió la mirada del espejo, concentrándose en la tranquilizadora labor de elegir zapatos. Sacó varios pares de la maleta, tratando de no desordenar el contenido de su pulcro baúl. Los alineó cuidadosamente sobre los dibujos geométricos de la alfombra oriental y dio un leve empujón a su esposa para liberar el espacio que necesitaba. Descubrió un roce en la talonera de uno de ellos e hizo una mueca de fastidio al descartarlos. Farfulló un comentario desagradable acerca del descuidado mayordomo y prosiguió extendiendo pares de gemelos sobre la cama.

–Ayúdame a elegir zapatos querida – exigió, un tanto autoritario – No lo tengo claro. Estos son nuevos y me harán daño pero los de hebilla han perdido el brillo original ¿Qué opinas?

Desgranó en voz alta posibles ventajas e inconvenientes de las combinaciones y el pertinaz silencio de ella le molestó. La buscó con la mirada y la descubrió desafiante frente a él; demasiado cerca para su gusto. Por un instante aquellos ojos de mujer le parecieron exóticos, pero no se detuvo a admirar el color caramelo que hervía en el iris porque el vestido parisino estaba hecho un guiñapo bajo los afilados tacones de los zapatos de ella.

Mil gotas de un sudor desatinado hacían brillar la piel desnuda de su mujer bajo la luz de gas y sintió deseos de abofetearla, por el descuidado trato que daba a la prenda tirada en suelo pero se contuvo, puesto que era escandalosamente tarde.

Ella no se asombró por el reproche agrio que hubo en aquel silencio indiferente. Escudriñó el gesto de desprecio de él y lo supo más molesto que divertido, más preocupado que excitado, mas dispuesto a salir de la cabina que a quedarse y más inclinado a evitar arañazos sobre la hermosa seda de su vestido de noche que a marcarlos en su piel de seda.

Esperó que sucediera algo distinto esta vez: algo brutal o algo al menos inesperado, pero nada ocurrió, salvo que su marido insistió tiránico en que se diera prisa.

Recuperó la calma y el vestido del suelo. Se vistió y ambos abandonaron juntos la cabina, pero ella no le siguió aquella vez. Tomó la dirección opuesta al coche restaurante, perseguida por el examen del esposo.

La rabia se le clavó como un alfiler en la espalda y un escalofrío erizó su piel.

Supo que todo estaba perdido; él jamás perdonaría que lo dejara llegar solo y tarde a una cena de etiqueta en el “Orient Express”.

***

El encargado de los vagones de segunda fumaba en el pescante trasero. El frío lo asaeteaba en la ruda mano con la que sostenía el cigarrillo y lanzaba bocanadas de humo apoyado en la barandilla que lo separaba de la estepa.

Se sentía libre y poderoso en momentos así.

Dio la última calada y dejo caer la colilla que se ahogó entre dos travesaños de la vía. Buscó el tirador de la puerta para regresar al calor del tren pero detectó que había una mujer al otro lado del cristal. Tenía los ojos cerrados y apoyaba las palmas de sus manos extendidas sobre el ventanuco, lanzando vaho a intervalos regulares. La miró con curiosidad hasta que ella abrió una ventana nueva dentro de la que estaba empañada y se asomó buscando la estela de los raíles que se alejaban sobre la llanura nevada.

Ella se sobresaltó al descubrir la silueta de otro ser humano en un exterior desolado y él se asustó al ver aquellos ojos que ardían como ascuas encendidas y lo llamaban.

Valoró las posibilidades de conflicto al identificarla como una pasajera de la primera clase – la andaluza casada con un británico – y decidió actuar con suma cautela. Cuando ella abrió la puerta y salió al exterior, la saludó siguiendo escrupulosamente las rígidas fórmulas de respeto, habituales con los clientes del tren.

La mujer reconoció al animal feroz, tosco y bello que habitaba al empleado de la compañía ferroviaria. Extendió los brazos sobre las jambas para impedirle el paso y dobló su cuello hacia atrás para dejar que el viento helado penetrara en el pasillo y la acariciara con mano dura al ritmo del vaivén del tren.

Él se supo autorizado y ardió de deseo por aquella mujer tan hermosa. Estaban lejos de miradas indiscretas y se abandonó al placer de la sangre fluyendo en sus cavernas azuladas, aun sin tocarla.

Ella imaginó la música que podrían componer juntos; una melodía compuesta con aullidos y los tonos estridentes de la seda ajironándose entre empujones y mordiscos.

– Abrázame – exigió.

Compartieron trayecto como dos lobos que se asaltan sobre nieve caliente. Hubo nobleza en el cuerpo de la mujer entregándose y cierta ternura en el salvaje y pausado cruel ataque sin fin de aquel hombre.

***

Ella regresó al vagón con la certeza de que un cachorro de lobo recién concebido ocupaba ya sus entrañas. Sopesó la mejor manera de prescindir del esposo, antes de que él los matara lentamente con vacíos.

Eligió la más sencilla.

El corazón del coleccionista de objetos bellos no pudo soportarlo. Las dos sedas de su propiedad se habían destrozado al mismo tiempo en una noche; el vestido negro hecho jirones y la desnudez oscura que tanto le gustaba que los otros admiraran destrozada con arañazos, fueron el arma sutil con la que ella le infringió la puñalada mortal.

Los latidos del esposo cesaron al mismo tiempo en que el año 1914 moría en el reloj del restaurante del Orient Express.