Uno de los programas más vistos en televisión el pasado domingo fue aquel en el que pudimos disfrutar del primer y único careo que han tenido dos periodistas únicos y que a su vez estuvieron enfrentados durante gran parte de su vida laboral: José María García y José Ramón de la Morena.
En tan solo cuarenta y cinco minutos de programa, esa España que aún cree fervientemente en el periodismo de calidad sufrió en su piel la añoranza de lo que significa que hoy no haya periodistas así. Periodismo tan auténtico con redactores y reporteros de raza que no caen en la osadía de decir cualquier cosa y cualquier premio. Que de esos sí hay muchos.
No hay periodistas así. Aquellos que generan algunos comentarios en redes sociales hoy en día, al igual que lo hicieron el domingo por la noche García y De la Morena, hoy son criticados de forma violenta y odiosa por los llamados haters que se cubren tras los perfiles falsos sin nombre en Twitter. Y es que tanto el periodismo de verdad como el consumidor fiel y respetuoso del mismo ha muerto.
Los profesionales del sector nos estamos enfrentando a una metamorfosis absoluta en las formas y en la técnica, y con ello también se está perdiendo la calidad del contenido y la exigencia del consumidor. La era de la estupidez periodística se está expandiendo como un virus en un ordenador, fruto de la comodidad de los jóvenes futuros periodistas que pocos referentes tienen hoy en día, y gracias también a la pobre y banal oferta que se ve en los medios de comunicación. El buen periodismo está en peligro de extinción, está expirando con la emisión de cada programa nuevo de talent show donde las grandes cadenas se empeñan en aleccionar al público joven para que lo único que les importe en la vida sea parecerse a un adolescente imberbe que además canta fatal.
El padrenuestro del periodismo audiovisual se alimenta día tras día con los vídeos de los youtubers, que algunos al menos tienen algún tipo de contenido, pero la gran mayoría sube horas y horas de grabación sin motivo alguno retransmitiendo su vida diaria a cambio de productos a los que hacer publicidad. Enseñando a toda la red cada despertar que viven, cada comida que ingieren y hasta cada hijo que dan a luz.
En esta agonía no se salva ni siquiera el periodismo político. Que se ve obligado a contar las absurdas intervenciones entre portavoces y portavozas, mientras los redactores puros que aún quedan tienen que además relatar cada chirriante patón al diccionario. Y así avanza la agonía el buen periodismo hacia la neocomunicación. Un intento de contar cualquier cosa como a cada uno le da la real de la gana.