Siempre nos quedará París

Las nuevas generaciones se están perdiendo el legado del cine clásico, el gran olvidado por las televisiones convencionales

15 jun 2015 / 22:14 h - Actualizado: 16 jun 2015 / 00:00 h.
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  • La escena final del clásico de Michael Curtiz, Casablanca. / El Correo
    La escena final del clásico de Michael Curtiz, Casablanca. / El Correo

Los viernes por la noche eran mágicos. El reposo del guerrero. La complicidad en la penumbra. Lo mejor de la semana. El efecto adictivo de la televisión combinada con el blanco y negro, los títulos de créditos en cartelería, las escenas con neblina, el discurso moderado y profundo... El absoluto placer de ver una película clásica en el dormitorio o en el salón, mientras el mundo dormía, era un auténtico privilegio. Un pozo de cultura y de admiración por el trabajo bien hecho. La posibilidad de conocer a los grandes impulsores del cine y la satisfacción por sentir que empezábamos a comprender los orígenes de tanta genialidad.

Ese lujo se perdió. Las actuales generaciones no conciben que hubo un tiempo en el que el cine era algo más allá que películas de acción, de violencia y de sexo a destajo. Como no entienden ni les importa cuál es la semilla de lo que ahora les engancha cinematográficamente. Hablar de Howard Hawks, Frank Capra, Nicholas Ray, John Ford, Ernst Lubitsch, Fritz Lang, Alfred Hitchcock, Raoul Walsh, Elia Kazan, Billy Wilder, William Wyler, John Huston, Stanley Donen, Stanley Kubrick, Anthony Mann, George Cukor, Joseph L. Mankiewicz, Orson Welles y Otto Preminger es ciencia ficción para muchos. Y preguntar si alguna vez han visto Sonrisas y lágrimas, Lo que el viento se llevó, Ciudadano Kane, El halcón maltés, Cantando bajo la lluvia o Solo ante el peligro vendría acompañado de un no por respuesta entre las nuevas generaciones.

Es triste y patético ver cómo las cadenas convencionales han relegado el cine clásico al inframundo. Si no es contemporáneo no mola, es para carcas. Si no es en color, ¿de qué estamos hablando? Si no está rodado con ordenador y con los últimos avances en efectos especiales, apaga y vámonos. El cine clásico es carne de hemerotecas de coleccionistas privados o de promociones semanales en algún que otro periódico que busca subir tirada. Volver atrás en el tiempo y recordar programas como La Clave, Cineclub, Filmoteca TV, Con H de humor o Mis terrores favoritos no forman parte, ni formarán, de la parrilla televisiva tal y como está hoy concebida la pequeña pantalla. Para encontrar un título con enjundia clásica hay que zapear por los canales privados o ser un absoluto insomne que con suerte, entre tarotistas y vendedores de telemarketing, encuentre como una aguja en un pajar una cinta que merezca la pena y que nos remonte y nos devuelva el glamour de los 20 a los 50, se detenga en el cine pop de los 60 o en el espíritu comprometido de los 70. Eso sí, si es Navidad o Semana Santa, Frank Capra y su Qué bello es vivir se cuela cada cena de Navidad entre el pavo y los turrones, como también compartimos con pestiños y torrijas algunas de las numerosas superproducciones sobre la historia de la Biblia o del Nuevo Testamento. Dos ocasiones que nos permiten deleitarnos con la ternura del siempre entrañable James Stewart o con un Charlton Heston en pleno esplendor.

Hoy, el que desee retrotraerse en el tiempo necesitará más que nunca un Delorian y el condensador de fluzo, porque el que la contemporaneidad nos devuelva las joyas cinematográficas del cine clásico necesitaría de un guion de Spielberg y de la locura de Doc o de Marty McFly para Regresar al futuro.

Algo que no pasa con los títulos españoles. Cine de barrio se encarga de ello. Las archimanidas cintas, que interesan a un sector muy pequeño y que son mucho menos didácticas que los clásicos estadounidenses, bien que están presentes, aunque la gente joven pase directamente de ellas. Para estos programas, que no se discute que sigan en parrilla, si hay holgura. Para Casablanca, no. Menos mal que en nuestra memoria, la de los pocos privilegiados que llorábamos y sentíamos las palabras de Humphrey Bogard, «siempre nos quedará París».