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30 años bajo el cielo

El día a día de Manuel y su compañero de tras años sobreviviendo en la calle.

el 22 ago 2010 / 19:41 h.

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Si leyera el periódico, él no querría ver su nombre. Por eso le llamaremos Manuel. Manuel tiene 66 años. Cuando anda, parece que le pesa el cuerpo. Tiene las piernas infladas, los tobillos llenos como globos. También tiene heridas hechas con su propio calcetín, de no moverlo a pesar de que la pierna seguía hinchándose. Manuel lleva 30 años, la mitad de su vida, viviendo en la calle. Hubo épocas en las que trabajó en Barcelona, en Málaga...
Después, la cosa se complicó. Perdió su empleo y comenzó lo que algunos expertos llaman el tobogán, es decir, el efecto que se produce cuando a una persona se le acumulan rápidamente tantos problemas que termina viviendo en la calle. Alcanzar la salida, el regreso a un hogar, es tan difícil como escalar un tobogán.

Manuel está, inevitablemente, perdiendo la cabeza. Eso, más la reticencia de muchas personas sin hogar a aceptar ayuda, hizo que a los trabajadores de la fundación Rais les costara meses que accediera a cualquier tipo de atención. Ya han logrado ese objetivo. El jueves, una unidad de emergencias del Cecop lo llevó hasta el centro de salud de San Luis para que le curaran las heridas de la pierna. Lo acompañan dos trabajadoras, Miriam y Virginia, que lo sujetan con guantes, le hablan como se le habla a un abuelo y le recuerdan lo bien que ha quedado la cura. Al salir del centro, Manuel, con la boca entreabierta, mofletes algo caídos y ojos encogidos, camina a duras penas. A veces sonríe. Tiene la ropa raída, una camiseta chillona y unos vaqueros, y desprendía un fuerte olor. Ya curado, la unidad del Cecop lo lleva de vuelta a su zona. Porque Manuel ya no se mueve de allí. Una vez, lo llevaron al hospital Virgen Macarena. Cuando salió, empezó a andar hacia su barrio. Tardó un día en llegar.

Allí, esperándolo, está Paco. Antes eran tres: Manuel, Paco y Arturo. Funcionaban como aparcacoches de un mercado cercano, hasta que la cosa, otra vez, volvió a complicarse. El mercado cerró, se acabaron las monedas de los clientes y el trasiego de coches. Después, Arturo murió. Manuel empezó a perder la cabeza y Paco se rompió la cadera. Esto, para los profesionales, tiene otro nombre, el efecto dominó, que es lo que ocurre cuando empeora lo que ya no puede empeorar más.

Paco espera a Manuel sobre una alfombra de cartones en la que descansan una bolsa de pañales y sus muletas, indispensables para que pueda moverse. Paco está repeinado hacia atrás, tiene las uñas largas y negras y aguanta en su mano la recaudación de la mañana. "Ayer me gritó, me cogió del cuello, me quitó la comida", le cuenta, desde el suelo y bajito, a Felipe García, el gerente de Rais. Se refiere a una discusión que tuvo con Manuel. Pero, en realidad, no le quita ojo. Paco ha asumido una tarea que nadie le había pedido, la de cuidar a Manuel. "Lo limpia, vigila que coma, lo protege...", explica Felipe. Siguen siendo, al fin y al cabo, un equipo. Lo que queda de él.

Los vecinos de la zona están acostumbrados a verlos. Felipe cuenta que se ha creado "un tejido social de solidaridad" en torno a ellos, que la gente les lleva comida o llaman a emergencias diciendo "por favor, ayudadlos". La otra cara de la moneda es que ya se han acostumbrado a verlos, que muchos pasan por su lado sin prestarle atención, mirando de reojo, sin imaginar la historia que hay detrás, los 30 años bajo el cielo, el equipo roto o la cabeza en otra dimensión.

En un abrir y cerrar de ojos, Paco desaparece, "habrá ido a comprar comida al chino", dice Felipe. Y Manuel, con la pomada que le ha mandado el médico recién puesta, se despide sentado en una parada de autobús. Hasta otro día, hasta otra intervención. Al decir adiós, incluso sonríe.

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