Hace 35 años, apenas habían tomado su acta de diputados y senadores los hombres y mujeres elegidos en las primeras elecciones libres tras la Dictadura, las fuerzas políticas de Andalucía retomaron, desde la nueva realidad, uno de los grandes lemas que las habían unido hasta entonces: la consecución de la autonomía y seis meses después, un número incalculable de ciudadanos que bien pudo llegar al millón se plantó en las calles de Sevilla y de las demás capitales para exigir que la democracia recién conseguida tomara el camino de la descentralización y con ella nuestra tierra pudiera autogobernarse.
Las manifestaciones del 4 de diciembre, como lo había sido la que tuvo lugar dos meses antes en Valencia y otras que se repartieron por la geografía peninsular, eran la cristalización de dos grandes impulsos de la cultura democrática española del siglo XX: el impulso descentralizador, basado en el rechazo de los poderes lejanos, cortesanos y aislados de la ciudadanía, y el impulso transformador de la realidad social, basado en la aspiración de contar con instituciones, competencias y recursos financieros para actuar eficazmente contra las desigualdades y la carencia de desarrollo económico y social.
Ambos estuvieron explícitamente asumidos en el sentir de los manifestantes y en el mensaje unitario leído al final de los acontecimientos: "En el pasado -decía el documento- las aspiraciones y anhelos de dotar a nuestro pueblo de un marco autonómico no llegaron a verse realizados. Hoy, ya superado el largo proceso de carencia de libertades... nuestro pueblo puede hacer oír de nuevo su voz y lo hace con una clamorosa expresión..."
Allí estábamos porque existían muchos y muy graves problemas: la emigración prolongada y constante de personas y recursos, un elevado y endémico paro; unos campos tan fértiles como irredentos que no garantizaban el sustento de quienes los trabajaban y condiciones de vida generales muy inferiores a las de otras zonas del país. Allí estábamos exigiendo "la más rápida institucionalización de unos órganos de representación y gobierno autónomos" que tuvieran en sus manos poder encontrar las soluciones y llevarla a cabo.
El manifiesto finalizaba afirmando que "Una España de todos los españoles no es concebible sin una Andalucía renovada, democrática y autónoma para todos los andaluces".
Así floreció el 4 de diciembre de 1977 un proceso de movilización civil ininterrumpida que culminaría el 28 de febrero de 1980: la demostración de que el Estado de las Autonomías no era una construcción institucional dirigida, meramente, a resolver la llamada "cuestión de las nacionalidades", sino una empresa colectiva en la participamos al unísono fuerzas políticas, económicas, sociales y, sobre todo, el pueblo andaluz con su voluntad pacífica pero resuelta.
En cada uno de los territorios que conforman España existió la aspiración a la autonomía pero, de todos los que no contaban con un Estatuto antes del levantamiento militar de julio de 1936, sólo Andalucía se atrevió a encender el proceso y perseverar en él hasta culminarlo con la consecución de un autogobierno de rango similar al de aquellos. Sólo aquí la construcción de la sociedad democrática fue unida indisolublemente a la de la construcción autonómica.
El día 4 de diciembre de 1977 se produjeron dos fenómenos relevantes, en términos históricos y políticos, y emocionantes, en términos de toma de conciencia de un pueblo viejo y sabio: la eclosión de un sentimiento de identidad común colectiva que trascendió fronteras provinciales, que atravesó valles y montañas y que se consolidó como poso sereno en el alma de los andaluces gracias a la movilización popular y a la capacidad de todos los partidos y de todos los políticos andaluces para llegar a transacciones y acuerdos unitarios, y de convocar unidos a los ciudadanos en defensa de esos intereses fundamentales.
Ahora, en el momento en que el Estado Autonómico está siendo puesto en cuestión desde muy diversos frentes, conviene hacer memoria de nuestra historia real, no inventada, no mitificada, para saber de dónde venimos, qué conseguimos y qué nos jugamos en los próximos tiempos. Los problemas que reclamaban soluciones urgentes en el manifiesto, tal y como se expresaban, son ya históricos en el estricto sentido de la palabra: volvieron los emigrantes, se erradicó el analfabetismo y la incultura, experimentó la agricultura una transformación asombrosa, nuestros pueblos y ciudades experimentaron una modernización inusitada, quedaron comunicados, se dotaron de servicios...
Hoy tenemos que afrontar, de nuevo, gravísimos problemas, pero son otros. Quienes se ven obligados a emigrar son los jóvenes de la comunidad autónoma con más doctores y licenciados de toda España; las protestas exigen que no se desmantele una Educación que preserva la igualdad de oportunidades y una Sanidad que presta sus servicios a todos por igual. Los índices de paro vuelven a ser alarmantes pero están condicionados por una política centralista obtusa, una nueva versión del desarrollismo de los tecnócratas franquistas que entonces dejaron marginada a Andalucía.
Es por eso por lo que se hace imperioso recuperar el espíritu del 4 de diciembre con la voluntad unitaria de todas las fuerzas que sigan teniendo como horizonte la cohesión social y la solidaridad para el progreso de esta tierra y de todas las tierras españolas e intenten aunar la voluntad de los andaluces y andaluzas para conseguirlo.
El espíritu del 4 de Diciembre tiene que guiarnos en el futuro, igual que nos guió en el pasado. Sabemos qué tenemos que defender: instituciones, competencias y recursos.
Sabemos con quién tenemos que ir de la mano: con los andaluces. Sabemos por qué: Por Andalucía, por España y la Humanidad.
José Rodríguez de la Borbolla era el 4 de Diciembre de 1977 Secretario de Organización del PSOE de Sevilla.
Antonio Zoido Naranjo era el 4 de Diciembre de 1977 Secretario Regional del Partido del Trabajo de España.
