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Alguien dijo que las ideologías estaban desapareciendo al igual que las clases sociales; respecto a estas últimas, quien tenga duda que pregunte a la clase alta, ¡ya verá la respuesta que recibe!

el 15 sep 2009 / 06:21 h.

Alguien dijo que las ideologías estaban desapareciendo al igual que las clases sociales; respecto a estas últimas, quien tenga duda que pregunte a la clase alta, ¡ya verá la respuesta que recibe! Sobre las ideologías y su final, sólo basta con acercarse a algunas cosas que pasan en nuestro entorno para saber si efectivamente se difuminan o hacen su aparición para sacarnos del error.

Ha bastado que en Francia y en Italia hayan cambiado los gobiernos respectivos para que las cosas que parecían sagradas hayan empezado a adquirir tonalidades diferentes a los tonos que habían tenido en los últimos tiempos. La propuesta de la Unión Europea de flexibilizar el mercado laboral en cuanto a horario de trabajo nos indica claramente que no da igual que gobierne un gobierno con ideología conservadora a que lo haga otro de tendencia progresista.

Desaparecido el fantasma del comunismo que obligaba a las democracias occidentales a atemperar los afanes del capitalismo, parece que la puerta se ha abierto definitivamente para que se sumerjan en el abismo toda clase de conquistas sociales que humanizaron a la sociedad industrial y la hicieron viable y sostenible.

Liberales y socialdemócratas son primos hermanos surgidos de la Revolución Francesa; ambos defienden la libertad y la democracia y se distinguen, fundamentalmente, por el concepto de igualdad. En la igualdad, y en las formas de ampliarla, radica la diferencia que identifica a una y otra forma de entender y construir un modelo de sociedad.

Pero, apostando ambos por la libertad, también en ese capítulo existen diferencias de interpretación y de aplicación. Los socialdemócratas aspiran a regular, desde los poderes públicos, las libertades colectivas, tales como derecho de huelga, convenios colectivos, derechos de los trabajadores, jornada laboral, salario mínimo, sindicación, etc., entendiendo que, frente al sector más fuerte de la sociedad, los gobiernos deben arbitrar leyes que protejan a los más débiles.

Por el contrario, esa ideología defiende la no intervención gubernamental en las libertades individuales. Los liberales, sin embargo, desean la no intervención en los derechos colectivos, y propugnan que los gobiernos y parlamentos se impliquen en arbitrar fórmulas que rijan la libertad individual de cada ciudadano.

Así, un liberal conservador quiere decir e imponer cómo debe ser el matrimonio, qué trámites seguir para disolverlo, cuándo interrumpir el embarazo no deseado, cuánto grado de sufrimiento hay que pagar para dejar la vida, cómo debe ser la sexualidad de cada individuo, etc., mientras que un socialdemócrata aspira y desea que en cuestiones de libertad individual sean la conciencia, la cultura y la responsabilidad de cada uno las que decidan qué hacer en cada caso, respetando, como no podía ser de otra forma, el derecho que asiste a terceros.

A la inversa, un socialdemócrata cree obligatorio corregir el mercado cuando éste decide dejar al libre juego los poderes y recursos de cada una de las partes que intervienen en el proceso productivo. Fijar salarios mínimos y regular la jornada laboral son ejemplos que definen muy bien lo dicho hasta ahora. Un liberal no quiere ni a tiros que esos derechos de los trabajadores sean decididos por los gobiernos; la mejor prueba es la liberalización que se pretende hacer de la jornada laboral, porque de liberalizar es de lo que se trata con la propuesta.

Sesenta o sesenta y cinco horas de trabajo semanal. De aceptarse, nada impide que la siguiente sea horario libre para que cada uno trabaje lo que le exijan bajo el riesgo de que, por querer trabajar menos, peligre su puesto de trabajo.

De nuevo nos encontramos con las soluciones más fáciles y más inútiles inspiradas en el liberalismo más rancio, menos innovador y más inspirado en lo peor del modelo norteamericano. Otra vez, cuando estamos en crisis, se pretende hacer descargar las consecuencias de esa crisis en las espaldas de los más débiles, en las costillas de los trabajadores, dejando exentos a los responsables directos de que hayamos llegado a esta situación, evitando mirar al modelo norteamericano que es muy liberal en las relaciones laborales, pero que castiga la ineficacia de los dirigentes y directivos empresariales cuando su acción empresarial no ha conseguido llegar al mercado, al cliente y al consumidor.

Felipe González ha demostrado que en los últimos treinta años las treinta principales empresas norteamericanas han experimentado un proceso de movilidad económica de tal manera que el ránking ha sufrido variaciones de subida y bajada en el orden de importancia en función de la eficacia o de la inadaptabilidad de esas empresas; en Europa ese proceso es desconocido, manteniéndose las mismas de siempre, en el orden de siempre, debido al pacto corporativo económico-político-sindical y mediático existente que posibilita que la ineficacia se vea compensada por el apoyo institucional a esas empresas, independientemente de la capacidad de adaptación e innovación de sus directivos.

Es ahí donde deberían los gobiernos liberales europeos aprender de la flexibilidad estadounidense que deja caer a los incapaces y ofrece todas las posibilidades a los imaginativos, creadores e innovadores, permitiéndoles ocupar primeros puestos en el ránking cuando demuestran capacidad. Es en esas espaldas donde hay que azotar y no en la de los trabajadores por cuenta ajena que siempre resulta lo más fácil y lo más reaccionario.

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