Acertar a corta o larga distancia sólo es lo mismo en las películas del oeste; en la vida real suele ser muy distinto; por ejemplo, Chernobil y Garoña. En Sevilla, cientos de padres de verano reciben a sus niños bielorrusos, hijos de una catástrofe nuclear, y en Garoña otros tantos cientos de padres biológicos protestan porque es probable que se cierre su lugar de trabajo gracias al cual alimentan a sus hijos. En cada caso impera el peso de una lógica y, seguramente, el "no hay derecho" se habrá pronunciado más de una vez con mucha resolución.
La cuestión se complicaría si cruzáramos opiniones porque seguramente habrá familias de acogida de los niños de Chernobil a las que no les parezca bien que Garoña se cierre perdiéndose muchos puestos de trabajo y gente del valle de Tobalina, donde se ubica la central, pensando que en Chernobil las cosas deberían haberse hecho de otro modo. La salida a la disyuntiva ante la fuente de energía del sol que, por lo visto, él controla bien y nosotros no, estaría en atenernos a las reglas de otra lógica: en el punto en el que estamos a una instalación de ese tipo se le asignan unos años de funcionamiento y Garoña los ha cumplido.
Independientemente de aceptar o no la energía nuclear, esos años deberían contar tanto para el funcionamiento de la instalación como para la contratación de sus empleados con alternativas a lo uno y a lo otro. Chernobil no se cerró por la crisis de descomposición de la Unión Soviética; se pretende dejar abierta Garoña por la crisis actual. De aquella decisión temeraria son frutos estos niños aún enfermos que llegan cada año y refrescan un refrán: corre más el galgo que el mastín pero, a lo largo, más corre el mastín que el galgo. Lo nuclear, por ahora, no siempre es un western con final feliz.
Antonio Zoido es escritor e historiador