Las crisis económicas no suelen quedarse aisladas en ese campo y lo normal es que sus secuelas se extiendan a otros porque, a parte de pérdidas monetarias, siempre traen también, y a la vez, el encogimiento miedoso de unos y la osadía de otros para intentar pescar en ríos revueltos. Con la crisis llega pronto el olvido de principios, como el de la sostenibilidad o la habitabilidad de las ciudades, enunciados repetidamente en discursos y artículos, para pasar a defender intereses particulares, caiga lo que caiga: el ejemplo de los sindicatos en Isla Mágica -que la Junta trague en la edificabilidad con tal de que no se cierre- viene perfectamente a pelo.
Salen a relucir luego los milagros y las grandes empresas olfatean, como sabuesos, el miedo de la gente; vuelven a demandar medidas salvadoras aunque, en realidad son las de siempre: la liberalización del suelo o la manga ancha en campos de golf y puertos deportivos (los cuales acabarán como enclaves de urbanizaciones), anzuelos lanzados al Gobierno para ver si pican los trabajadores.
Aflora el nacional-localismo y los comerciantes piden rigurosidad con los de fuera; empezando el ahorro por el chocolate del loro, en las obras públicas se fomenta la crispación al prescindir de elementos que hagan cómodo el tránsito de personas y vehículos... Son las pulgas de un perro flaco y sin insecticida a causa de la crisis.
Antonio Zoido es escritor e historiador