En una fecha como la que hoy marca el calendario, hace ahora cuarenta años, tuvieron lugar los episodios parisinos de mayo del 68. Fue la de aquel año una primavera extraordinariamente convulsa. En Praga se reivindicaba un "socialismo de rostro humano", los tanques soviéticos pondrían fin, poco más tarde, a los deseos de libertad de la población checa. La masacre de My Lai (Xom-Lang), una pequeña aldea de Vietnam, por soldados norteamericanos, mostraba los horrores de una guerra que se cobró la vida de centenares de miles de personas. Una bala asesina impidió seguir soñando a Martin Luther King. La cruel "revolución cultural" china, inmortalizada por el periodista y fotógrafo chino Li Zhensheng; revolución de infausto calificativo que la caprichosa historia emparejó, unos meses más tarde, con otro dramático suceso que pasará, también, a formar parte de este largo glosario. En la Plaza de las Tres Culturas, en el centro de la ciudad de México, el ejército mexicano disparó contra las personas allí concentradas, mayoritariamente estudiantes, causando decenas de víctimas mortales. Todos estos acontecimientos, de una u otra forma, han marcado una época. Forman parte de la historia reciente. Y como tales están integrados en el imaginario colectivo. Paradójicamente han transitado, a través del tiempo, como un reclamo de esperanza.
Las fechas son casi siempre un pretexto. Nos invitan a hacer cosas o a pensar sobre ellas. Éstas van almacenándose. En la historia de las percepciones son recreadas, deformadas las más de las veces, para justificar deseos y pensamientos no concluyentes, abiertos, inacabados. Establecen mitos. Refieren experiencias desbordadas, que van más allá de lo ocurrido. Que marcan caminos intransitables, porque, tal vez, hayan sido abandonados, o descuidados en exceso. Siempre nos acompañan. Nos permiten andar saltando en el tiempo. Incluso inventarlo. Y son, en cierto modo, útiles. Constituyen referentes, relatos, que aunque adquieran cierto glamur o dramatismo, forman parte de hechos corrientes. Se nutren del protagonismo de personajes anónimos, que ven alterada su rutina diaria. La cotidianidad, como el mito, da sentido a nuestra existencia y se nutre de ella. Ambos, los mitos y lo cotidiano, son representaciones del mundo que forjamos individual y colectivamente. Y persiguen ?parafraseando al antropólogo Bronislav Malinowski? satisfacer aspiraciones morales, imperativos de orden social o, simplemente, responder a exigencias prácticas. Establecen reglas básicas para conducirnos por la vida.
Lo cotidiano proporciona sensación de permanencia y continuidad. Construye referentes. Dicta normas. Pero cualquier cosa que goce de cierta normatividad puede ser transgredida. El mito cumple, en ocasiones, esa misión transgresora. Como advirtió el sociólogo Émile Durkheim, son una respuesta humana a la existencia social. Las primaveras seguirán plagadas de esperanzas y decepciones, de rutinas y transgresiones. Son, ¡cómo no!, expresión inequívoca de la insoportable levedad de nuestro ser.