Mario Maya sentía una gran devoción por Rafaela Carrasco, era la niña de sus ojos, la bailaora que nunca le dejaba indiferente y de la que siempre se sintió orgulloso. Ayudó a su formación. Destacaba de ella el talento, con toda la razón: es una bailaora de mucho talento. Sin embargo, está tardando demasiado tiempo en hacer algo que nos convenza del todo, que le dé la razón a Mario Maya.
Oportunidades está teniendo, desde luego, en la Bienal de Flamenco. Anoche tuvo otra y, una vez más, la desaprovechó con un guiso al que le faltaron muchos condimentos. El primero, el vino. Tenía la materia prima: un chef que suena a gloria cuando canta, Antonio Campos; un pinche con todo el arte, el bailaor David Coria; y los utensilios necesarios para ponerle música al guiso, o sea, amor: los guitarristas Jesús Torres y Canito, y el chelista José Luis López. Parte de la originalidad de este montaje hay que otorgárselo a la música instrumental en un porcentaje bastante elevado.
La historia transcurre en un restaurante con sus mesas, sus sillas, sus bandejas y sus manteles. Para Rafaela Carrasco, crear un espectáculo es como hacer un guiso. Y es cierto. La bailaora no llegó a ponerse el delantal para hacerse cargo del fogón, pero se cambió bastante de ropa en el mismo escenario, además de una forma muy original. Lo que en un principio parecían manteles encima de las mesas, al final resultó que eran parte del vestuario de la artista sevillana.
Pero, ¿cómo bailó Rafaela? Como en el patio de su casa, como en un ensayo, sin esa sal que todos los guisos necesitan. Y el baile también. Bailó casi como cantó, algo que no había hecho hasta ahora. Entró en el escenario cantando una taranta del Niño de Escacena, con el cantaor Antonio Campos tocándole la guitarra. El de Granada es un artista a tener muy en cuenta, así que no lo pierdan de vista. Le tocó y le cantó a Rafaela unos curiosos tangos del Piyyayo, que ella bailó sin desmelenarse, como la que estaba desespumando un puchero, por seguir con lo símiles culinarios de la noche. Hizo luego tientos, quizás el plato más soso de todos los de la vajilla flamenca; luego, una bulería sin las especias apropiadas, aunque con movimientos muy originales.
El guiso seguía en el fogón y comenzaba a desprender ciertos olores que estaban abriendo el apetito del público. ¿Qué pasa con esta mujer, que no le da el toque necesario al cocido, que sólo nos está invitando a los entrantes, unos más exquisitos que otros? Y entonces, Campos entonó los tanguillos de Cádiz y ya comenzó el guiso a saber sabroso;del tanguillo, sin irse de La Caleta, un mantel se convirtió en bata de cola blanca y, entonces sí, la niña de los ojos de Mario Maya dijo aquí está la bailaora de Tomares y ahora os vais a enterar de cómo se baila por alegrías. La sal había llegado por fin al escenario, al guiso de Rafaela Carrasco.
Dibujó unas alegrías muy bonitas, sin las chabacanerías propias de estos bailes, con elegancia. Pero echábamos de menos algo que en la gastronomía es fundamental: el vino, un buen tinto o un blanco espumoso. Al espectáculo le faltaron algunas cosas y le sobraron otras; pero, sobre todo, le faltó el vino, el pellizco, la emoción, el flamenco ese que te emborracha los sentidos. Cuando salí del teatro y cogí el coche para venir al periódico, estuve a punto de pasarme por Modesto y pedirle un cañonazo de pescado frito y una botella de vino. ¡Qué hambre! De comida y de baile. ¡Uff!