Cuando el Gobierno de la nación todavía no ha elaborado el anteproyecto de ley en que se modifica la regulación legal del aborto, las lanzas están ya en alto. Puede que la visceralidad de las opiniones en torno a un tema como el aborto sea inevitable, y que una democracia saludable deba ser capaz de acogerla sin inmutarse. Los planteamientos antiabortistas me producen, sin embargo, cierta desazón. Me producen desazón los esfuerzos por enfatizar lo que nadie niega, a saber, que el aborto tiene consecuencias traumáticas, obviamente para el feto, pero también para la mujer que aborta.
Nadie celebra el aborto. Nadie quiere que haya abortos. La cuestión es si las mujeres que tienen la mala fortuna de encontrarse ante un embarazo no deseado pueden interrumpirlo sin más consecuencias que las que se derivan de la decisión misma, sin enfrentarse, esto es, a la clandestinidad y al Código Penal.
Me producen desazón quienes moralizan sobre situaciones en que no se han encontrado, no se encuentran y, en muchos casos no pueden nunca encontrarse, y lo hacen con la arrogancia de quien posee la solución, siempre simple, para encrucijadas morales ajenas a menudo complejas. Y me producen desazón los defensores teóricos de la vida que se desentienden de toda responsabilidad sobre ella. ¿Se acompañan acaso las manifestaciones públicas contra el aborto con campañas de educación sexual y reproductiva para evitar embarazos no deseados? ¿O se acompañan de movilizaciones para aliviar la carga de las mujeres que quedan embarazadas sin desearlo, para ayudarlas a integrar una nueva vida en su vida?
¿Alguien ha asumido la dimensión colectiva de las circunstancias que pueden llevar a una mujer a abortar? Si queremos minimizar el número de abortos, haríamos bien en corregir las circunstancias (educativas, laborales, sociales, asistenciales) que puedan propiciarlos.
Profesora de Derecho Constitucional y miembro del Consejo Editorial de El Correo
