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Adiós a un invierno ausente

Si no es usted persona dada al rito, aquí le va a ir regular. Hoy, por ejemplo, toca despedirse del frío que aún no ha llegado.

el 28 ene 2012 / 07:31 h.

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Sentado en uno de esos bancos como de calesitas de hierro, más solo que la una y cara a cara con Bécquer (o casi, porque el flequillo verde de las ramitas medio le tapa los ojos), cae uno en la cuenta de que no hubo otoño ni, en puertas casi de la primavera, ha llegado aún el invierno. Con las primeras igualás cofradieras y los árboles oliendo a savia, para hoy dan una leve caída términa de dos grados, con una máxima de 16, pero parece que es solo por llevar la contraria, porque los cielos rugen de azules y el paladar va pidiendo miel y canela, cosa que la retórica por sí sola no es capaz de improvisar. Como la glorieta está envuelta en rejas y eso da tranquilidad según ciertas líneas de pensamiento, la otra mañana estuvo aquí apriscado un colegio de visita, con todos sus grititos, sus salturreos y sus tres maestras frioleras comiendo pipas. Pero ahora, como casi siempre, no hay nadie. Mal hecho, porque puestos a buscar un altar en Sevilla donde oficiar despedidas (en particular, despedidas de las tardes cortas y otras de corte romántico) puede que no haya sitio más adecuado que esta glorieta del Parque de María Luisa repleta de amor y de muerte.

Por detrás de ese banco, cae a chorros desde la enramada el gorgojeo entre monacal y lobuno de una tórtola cansina; por delante, al fondo y tras lo poquito que se ve de la avenida, un barullo de tráfico con la maleza por sordina. Y en medio, en la glorieta, seis bancos que le congelan a uno su parte más animal y, sobre todo, la soledad. ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!, lloraba en su rima este joven con perilla que se despidió a la francesa a la edad de 34 años, muriendo precisamente de enfriamiento bajo un eclipse de sol, como si él mismo se hubiese sublimado en verso. ¿Es o no es, este, el mejor lugar para despedirse, al fin?

El suelo terrizo e incierto, con sus muñones y sus charquillos; con sus ramitas secas por allí esparcidas, flotando en ese archipiélago de lucecillas, de pequeños solecitos que el enorme ciprés de los pantanos dibuja en el suelo con sus ramas para no aburrirse. Y en medio, envuelto en un parterre de florecitas fucsias novísimas y abrazando el tronco de esa mole llamada árbol, el monumento. Tremendo. Es el único de toda Sevilla que incluye una serpiente de bronce por ahí, suelta. Por lo demás, el conjunto está presidido por un Bécquer como asomado a una tapia y con árbol detrás, que era un hábito muy suyo en vida. El escritor está escoltado por dos ángeles oscuros, el del amor que hiere y el del amor herido, en cuya mano tendida alguien puso una flor hace unos días que ahora ya no se ve. Y a un costado, sentadas como comadres un domingo, tres bellezas de mármol escenificando cada una de las cuales su razón de ser:el amor ilusionado, el amor poseído y el amor perdido.

Todos los amores, pues, reunidos en duelo alrededor de un otoño muerto, del aborto de un invierno. Enamorados anónimos. Menos Bécquer, claro, cuya rima terminaba así: No sé; pero hay algo / que explicar no puedo, / algo que repugna / aunque es fuerza hacerlo: / el dejar tan tristes, / tan solos los muertos. Como se pretendía demostrar.

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