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Agua, vida y pimienta

Acaba de brotar el azahar. Hay un rito en esta época, más allá de toda fiesta: visitar el Barrio de Santa Cruz. No se sabe por qué. Son los pies los que conducen al sevillano.

el 09 mar 2010 / 21:15 h.

En todo Santa Cruz hay un eco húmedo como de campanas que hubiesen tocado hace rato, mezclado con el taconeo medieval de los propios pasos y gorjeos de palomas con sordina desde lo alto de alguna azotea. Huele a sombra y a cal mojada. Los ladrillos en espiga, largos y estrechos, que forman el pavimento de la calle Judería, absorben el escaso ruido contemporáneo que deja a las espaldas el Patio de Banderas, con sus acequias rebosantes por las lluvias. Casi puede uno rozar con la cabeza las vigas de madera y los arcos de piedra que articulan los dobleces de esta galería desconchada que, al abrirse al cielo en su última revuelta, muestra dos paisajes: al frente, el borboteo de una pila entre la hiedra, almenas y tapias rojizas y musgosas; atrás, en la sombra, una vieja ventana de madera con pretil de azulejo y visillos de encaje; antiguos balconcillos con geranios. Es la deliciosa manera que la arquitectura tiene de pronunciar la palabra abuela. Aparecen discretamente las primeras brigadas de franceses. Ya no usan planos.

Se llega a la calle Vida. En el número 12, esquina con Agua, hay un ventanuco por el que apenas cabría un gato. Extraña verlo enrejado, como si se temiera a los martinicos, mascota oficial de esta recreación romántica del barrio judío sevillano. Tras observarlo, uno levanta la cabeza y divisa jarrones de azucenas de bronce, una veleta, gruesos manojos de cables blanqueados. Nada más entrar en la calle Agua, otra rareza: un azulejito con un asterisco, en la pared. Cascadas de hierbajos, musgo y verdín manan desde la muralla de aspecto grutesco. Las almenas son cipreses de piedra. Si hay duendes, están allí escondidos.

A la izquierda, por el arco que lleva a la calle Susona (extraña ventana tapiada, también con reja, sobre la lápida con la leyenda. ¿A quién tienen miedo?), se llega a la algarabía de la fuente de la Plaza de Doña Elvira, sólo interrumpida por las risas de los turistas de los veladores. Marcha atrás por la calle Pimienta (¡qué de casas se venden! ¡Y vaya enormidad de lápida a José Sebastián Bandarán!), camino otra vez de Agua, en busca de un patio bonito que recomienda la muchacha de una tienda de tipismos de la calle Jamerdana. La búsqueda de patios sevillanos es frustrante: casi todos ellos están encerrados detrás de recios portones cuyos dueños, pensando en la hora de la siesta y en las excursiones de turistas, se han cuidado mucho de no dotar de timbres ni aldabas. Siempre queda el consuelo de visitar el del restaurante Corral del Agua (en la foto de la derecha): primer plato, segundo plato, pan, bebida, postre y aceitunas, 20 euros más IVA.

A unos metros, en la Plaza de Alfaro, una señal metálica atornillada a la reja que abre y cierra los Jardines de Murillo reza lo siguiente: No aparcar. Lugar reservado para puesto ambulante de souvenirs. No parece que la hayan puesto los municipales. Media vuelta y andando calle arriba, en el primer recoveco de Lope de Rueda, clavada en el aire a media altura, ya hay una mosca, señal inequívoca de primavera, pese a todo. Quien gira a la izquierda se encuentra con una de las estrecheces más bellas de Sevilla: la calle Reinoso, con sus faroles negros de forja que apuntalan la pared de enfrente. La desembocadura en los Venerables muestra una gran colonia de ejemplares de esa segunda especie por excelencia, detrás del turista francés: el maître repeinado. Hay una curiosa lápida allí también, que habla, entre el rumor y la leyenda, del presunto lugar donde nació Don Juan Tenorio, de quien lo único que se sabe es que no nació.

Hasta llegar a la gran joya oculta del barrio: desde la calle, hacia el número 3 de Ximénez de Enciso, se atisba el interior de una cocina. Las paredes están recubiertas de cacharros de cobre. Se adivinan antiguas alacenas y, al fondo, una puertecilla de cristal esmerilado que hace de rompeolas de una luz amarillenta y verdosa, como si detrás hubiese un patio. Huele a puchero.

De utilidad:

Qué: Barrio de Santa Cruz, recreación decimonónica de la judería medieval.
Dónde comer: Restaurante Corral del Agua. Hostería del Laurel y cualquiera de las restantes tabernas turísticas, de precios y calidades similares.
Qué patios ver: Los hay por doquier, pero no siempre están abiertos. En el Callejón del Agua, casi ya en la Plaza de Alfaro, hay un patio sevillano romántico con bancos blancos de forja, una fuente central y dos grandes macetones. Lo mejor es pasear sin prisas y saldrán a la vista.

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