Transcurre la Cuaresma entre el gozo de los incontables actos de víspera, antesala de la celebración magna que anhelamos con ilusión, expectativas e incluso inquietud, y la sucesión vertiginosa de días plúmbeos, lluviosos, tristes, que oscurecen, a modo de penitencia ambiental anticipada, a una Sevilla que añora la luminosidad de su cielo, el abigarrado transitar de en sus calles, la alegría compartida de sus caminantes, que en breves jornadas volverá. Cultos internos, viacrucis, pregones, reconocimientos a cofrades señeros, presentación de carteles y libros semanasanteros, conciertos, exposiciones, un sinfín de actividades completan las inabarcables agendas de quienes no solo viven para su hermandad, que ya es suficiente, sino que se integran en el entramado social de los que participan activamente en estos preámbulos del tiempo de espera. Y haciéndose plena realidad el verso horaciano del tempus fugit irreparabile, llegado el llamado Viernes de Dolores y el Hosanna del Domingo de Palmas, la Semana Santa se evanescerá como un sueño, como una imagen casi indefinida que ha pasado intangible por nuestras retinas, pero que dejará un poso añadido en nuestros corazones.
Y apenas concluyan las fiestas primaverales, comenzará el Año Jubilar Macareno, el 1 de junio, que abrirá aún más la hermandad a la ciudad y al mundo, pregonando a los cuatro vientos, que los macarenos, que los sevillanos, estamos de enhorabuena, que deseamos transmitir a raudales la Esperanza que encontramos cada día en el rostro de la Madre de Cristo, a la que los hijos de esta tierra coronamos hace casi 50 años, como prueba del más acendrado amor que a la Virgen pueda profesar un pueblo permanentemente enamorado de la más sublime belleza, -ya que seguro refleja el rostro cierto de la que está en los cielos-, y una hermandad que tiene el privilegio de ser centro universal de peregrinación y, desde aquellas fechas que ahora se conmemoran, llevar a gala y expandir el nombre de Macarena.
