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Asiento barato, buen sitio

Qué chasco. Uno siempre ha pensado que si un torbellino de espaciotiempo hiciera que Madame de Pompadour se apareciese en Sevilla por arte de magia un Domingo de Ramos, recién salida de una recepción en Versalles, lo primero que haría...

el 15 sep 2009 / 01:51 h.

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Qué chasco. Uno siempre ha pensado que si un torbellino de espaciotiempo hiciera que Madame de Pompadour se apareciese en Sevilla por arte de magia un Domingo de Ramos, recién salida de una recepción en Versalles, lo primero que haría, a la vista de la cuidadísima indumentaria general de la gente, sería correr a la mercería Saluita a por unas tiras bordadas o unos lazos con los que enriquecer su ya de por sí majestuoso vestuario, para no ser menos.

Pues esa fantasía quedó destruida ayer a manos de la desaliñada realidad. Lo más elegante que se vio en la ciudad fue a una muchacha cederle el poyete en Amor de Dios a una señora mayor. Por lo general, Sevilla sacó menos estrenos que La Canina. O sea, que si hoy se echan ustedes a la rúe y se encuentran a un montón de paisanos incapaces de hacer fotos con el móvil por haberse quedado mancos, no se extrañen ni se lleven las manos a la cabeza. Suponiendo que pudieran.

¿La razón? Hummmm. Un servidor nunca ha estado en la guerra, faltaría más, pero tiene la sospecha de que en ella habría bastante menos gente de la que poblaba ayer las calles del casco antiguo de Sevilla. Este mazacote humano más el calorcete reinante influyeron sin duda en el atavío del respetable, que por otra parte está bastante harto de coles o (hipótesis más probable) sencillamente tieso.

Hablando de dinero, parece ser que el sevillano ha dedicado este mes un 50% de su presupuesto a comprar taburetitos plegables. Ayer no se era nadie en Sevilla si no se lucía bajo el brazo o las posaderas un ejemplar de esos. En el Híper Oriente de la calle Aponte, cuatro chinos incansables se hacían de oro vendiéndolos a cinco euros. Había cola.

Y era un espectáculo, porque puede que el 85% de la gente que fue a ver pasos estuviera sentada. Realmente sorprendente y nuevo. Por no hablar de bares, cafeterías y sucedáneos, donde entraba uno oteando en busca de un velador y al camarero le temblaban las comisuras como le tiemblan al maître de El Bulli cuando llega uno pidiendo una mesa para ocho, y rapidito por favor.

Para colmo, en los baretos de la Alameda de Hércules (donde no hay pérgolas) tampoco había dónde hacerse con un hueco ni siquiera en la barra: los hippies habían convocado allí una especie de Día del Perraco Suelto con bastante éxito de público, hay que decirlo.

Así que lo que quedaba más cerca para merendar con ciertas garantías y un mínimo acomodo era la Venta la Liebre, pero no era plan sacar el coche de la calle Jesús del Gran Poder, con el trabajito que había costado subirlo encima de otro con la ayuda de un contenedor. Por cierto, todos estaban multados y con una papela que decía que aquello era zona cofradiera y que se atuviese a las consecuencias quien no retirase su vehículo en el plazo de cuarenta segundos.

En el puente de Triana también había un morito vendiendo taburetes, lo segundo más comentado de la tarde tras el botellazo del campo del Betis. Quien no necesitaba sillita era el dueño del pedazo de yate con más morro que un guardacoches (el yate), que contemplaba al Señor de las Penas desde la dársena.

No fue lo único que pudo observar. Quizá estén ustedes acostumbrados a ver cómo 300 euros se van volando, pero menudo el abucheo que le armaron al tío de los globos cuando se le escapó el mazo entero, a diez euros la unidad, a la altura del Altozano.

A esas horas, el cielo era un algodón de azúcar pasado por la túrmix. Cuando la Virgen de la Estrella entró en Sevilla, ya había caído la noche. Esta Semana Santa tan tempranera ha perdido algo de su ambientación natural. La sensación era ésa. aunque también influía un poco ver a ciertas tribus pegarse de chillidos justo delante de los pasos.

Ahora que las autoridades están metidas en faena, deberían crear también una asignatura de Educación para la Cofradía. Salvo Enri, una ecuatoriana que contemplaba los pasos como los miran las abuelas. Qué elegancia. Llevaba una enorme orquídea que le recogía su preciosa melena de indígena. Era Madame de Pompadour. Y no lo sabía.

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